¿Puede existir un Dios de los fascistas?
El presidente Jair Bolsonaro, de la ultraderecha, ha hecho de la religión el punto de apoyo de su política
Brasil es un país laico en el que la religión lo permea todo. Es el país con mayor número de católicos del mundo y donde las iglesias evangélicas surgen a cada esquina de su territorio y penetran en todos los estamentos de la sociedad. Eso, sin contar el fuerte influjo de los ritos africanos introducidos por los esclavos. Esa fuerza religiosa adquiere hoy una característica particular por su penetración en la política ya que el conjunto de los votos de los creyentes pueden decidir unas elecciones.
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Brasil es un país laico en el que la religión lo permea todo. Es el país con mayor número de católicos del mundo y donde las iglesias evangélicas surgen a cada esquina de su territorio y penetran en todos los estamentos de la sociedad. Eso, sin contar el fuerte influjo de los ritos africanos introducidos por los esclavos. Esa fuerza religiosa adquiere hoy una característica particular por su penetración en la política ya que el conjunto de los votos de los creyentes pueden decidir unas elecciones.
En este momento en que Brasil, a pocos meses de unas elecciones presidenciales consideradas para la democracia como una de las más peligrosas de su historia, el elemento religioso se convierte en un factor fundamental, ya que el presidente, Jair Bolsonaro, de la ultraderecha, ha hecho de la religión el punto de apoyo de su política. Cabe preguntarse entonces si puede existir un Dios fascista.
Una característica de Brasil es la fuerza del elemento religioso a la hora de conquistar los votos en las elecciones, hasta el punto de que diputados y senadores tienen convertidos sus gabinetes del Congreso en verdaderos altares religiosos con imágenes de todo tipo de credos. Cuando llega la hora de las elecciones, desde los más agnósticos peregrinan al abierto o de escondidas por todos los templos de la religión, que sea en busca de bendiciones y de votos. En el Congreso, por ejemplo, el grupo de los evangélicos es uno de los más fuertes junto con el llamado “grupo de la bala”, los amantes de las armas.
Recuerdo que el expresidente y exsindicalista Lula da Silva, que hoy es el candidato más fuerte en la próxima disputa presidencial, confesó en una entrevista a este diario que “nunca habría ganado las elecciones sin la fuerza de los movimientos sociales católicos”. Bolsonaro sabe hoy que no tendría ninguna posibilidad de ser reelegido sin la fuerza del voto evangélico disputado también por la izquierda.
El problema que aflige a Brasil es que su Presidente ha usado descaradamente del tema religioso para conseguir llegar a la jefatura del Estado, a pesar de haber sido durante cerca de 30 años un oscuro diputado que solo había sobresalido por sus actuaciones en el Congreso en defensa de la dictadura militar y del elogio a sus torturadores.
Ha sido la religión, vista bajo el prisma de una fe fascista y violenta, la que siempre guio a Bolsonaro, que primero fue católico y que cuando vio crecer la fuerza de los evangélicos se laznó a sus brazos; llegó incluso a rebautizarse con bombo y platillo en las aguas del río Jordán.
Cuando ganó las elecciones, Bolsonaro alzó en sus manos la Biblia junto con la Constitución y escogió como lema la frase evangélica “la verdad os liberará” y “Dios sobre todos”. Y hoy, mientras sigue actuando con una política de tintes claramente fascistas y a veces coqueteando con el nazismo no abre la boca sin mencionar a Dios. ¿Es que puede existir un Dios fascista?
Hoy, ante el miedo de no ser capaz de reelegirse, además de amenazar con dar un golpe autoritario, Bolsonaro se protege bajo el escudo de Dios, que en su boca recuerda a uno de los diez mandamientos, el de “no pronunciar el nombre de Dios en vano”. “A mi solo Dios me saca del poder”, repite Bolsonaro. ¿Qué Dios? A no ser que exista un dios fascista, violento, que odie a las mujeres, que adore las armas, impasible ante la violencia perpetrada contra los más débiles, un Dios que ignore a los despreciados, a los sin poder, a los que lloran y mueren abandonados o un Dios que se burle de los que durante la pandemia morían asfixiados por falta de oxígeno que les negó el Gobierno.
Brasil y sus millones de pobres, que apenas consiguen alimentarse cuando no padecen hambre, se aferran como a una tabla de salvación a Dios, al que sea, con tal de no perder definitivamente su confianza en algo que les proteja contra los poderes que medran con su pobreza.
Bolsonaro, a pesar de no brillar ni para el mal en agudeza intelectual, sí ha entendido que Dios, el que sea, es un gran comodín para crecer políticamente y no tiene escrúpulos en presentar a los menos culturalizados la imagen de un Dios que prostituya la esencia de la fe cristiana cuyo fundador había sentenciado: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del Cesar”.
Al revés, el bolsonarismo está empobreciendo a Brasil cultural y religiosamente, presentando a un Dios convertido en un amante de las armas, una burla del Jesús cristiano que se dejó matar para derrotar a todo lo que el poder fascista representa con sus odios y su desprecio por la libertad y por la esperanza en un mundo pacificado y solidario.
No, el dios de los brasileños no es el dios fascista de Bolsonaro sino el Dios de los que aún apuestan por la esperanza de días mejores. Y los creyentes que aún votan por él son víctimas de la ambigüedad de las sectas evangélicas, que prometen a los más marginados una falsa “teología de la prosperidad” y un dios que les vengará y redimirá de las violencias que paradójicamente les imponen sus falsos profetas.
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