Juancarlismo anacrónico

La visita del rey emérito ha incumplido las normas éticas que el jefe del Estado impuso a los miembros de la Casa del Rey

El rey emérito, a su llegada a encuentro con el rey Felipe VI, en el Palacio de la Zarzuela.Eduardo Parra (Europa Press)

La visita privada del rey emérito a Felipe VI en La Zarzuela ayer culmina un desgraciado viaje de Juan Carlos I tanto a España como, en realidad, al pasado de un país que apenas existe ya. Su estancia de cuatro días en Sanxenxo ha buscado una espectacularidad y una sobreexposición mediática muy alejada de la discreción que La Zarzuela había pedido. La pretendida naturalidad del rey emérito no oculta las informaciones ampliamente difundidas sobre su comportamiento mie...

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La visita privada del rey emérito a Felipe VI en La Zarzuela ayer culmina un desgraciado viaje de Juan Carlos I tanto a España como, en realidad, al pasado de un país que apenas existe ya. Su estancia de cuatro días en Sanxenxo ha buscado una espectacularidad y una sobreexposición mediática muy alejada de la discreción que La Zarzuela había pedido. La pretendida naturalidad del rey emérito no oculta las informaciones ampliamente difundidas sobre su comportamiento mientras fue monarca, y también cuando dejó de serlo tras la abdicación en su hijo en 2014. Su entorno amistoso en Sanxenxo creerá que ha sido leal con él, pero lo ha sido muy poco con el titular de la Corona, el jefe del Estado que estableció unas reglas éticas para los miembros de su familia, incumplidas en esta visita. La Casa del Rey no ha querido ocultar su incomodidad, pero el anuncio unilateral de un próximo viaje a Sanxenxo a mediados de junio tiene ya resonancias de desafío del padre al hijo. Retar la autoridad de Felipe VI como jefe de la Casa del Rey bordea la desobediencia de forma inconsecuente con los propios valores que Juan Carlos I y sus aplaudidores dicen defender. Tampoco hay por qué descartar que estos días de ocio hayan sido la respuesta aplazada de Juan Carlos a las medidas profilácticas que adoptó Felipe VI al prohibirle residir en La Zarzuela y retirarle su asignación económica.

Más difícil aún de explicar es que el PP ignore las condiciones que impuso a su padre quien hoy encarna el orden constitucional español, Felipe VI, y haya acogido la visita del exmonarca sin mención alguna a su conducta: la comprensión por la dimensión humana del viaje no excluye la valoración de un comportamiento impropio. El desenfreno juancarlista que ha exhibido exuda pleitesía y escora inevitablemente a la figura del rey emérito hacia las zonas más destempladas de la derecha española. Es posible que Juan Carlos siga sin entender por qué y de qué se le piden explicaciones. Pero es menos creíble que tanto su entorno como Alberto Núñez Feijóo o Santiago Abascal ignoren la causa que tiene pendiente en Londres por acoso a su antigua amante Corinna Larsen con el objeto, según ella, de hacerle devolver los 65 millones de euros que le había regalado, o que ignoren las dos regularizaciones fiscales que hizo que implican una previa ocultación de dinero a la Hacienda pública, o que ignoren la ruptura del código ético que impuso Felipe VI en su Casa al usar Juan Carlos I un carísimo jet privado por dadivosa generosidad del emir de Emiratos Árabes Mohamed bin Zayed. La frivolidad de Feijóo al obviar estos condicionantes equivale a validar una conducta reprobable y a despreciar los esfuerzos de Felipe VI por trasladar a la Corona los niveles de transparencia y exigencia democrática del siglo XXI. La permisividad entusiasta que la derecha y la extrema derecha expresan hacia el rey emérito politiza la Monarquía y divide a la sociedad española.

El enrocamiento de su padre ha dejado a Felipe VI sin otro margen de maniobra que un gesto de autoridad que restituya la dignidad de su Casa ante unos ciudadanos perplejos por la sensación de ser tratados como menores de edad, teniendo en cuenta además que la seguridad del viaje para regatear corre por cuenta del erario. El Gobierno pidió públicamente explicaciones a Juan Carlos I y la respuesta de este a una periodista rozó el sarcasmo al borde de una carcajada televisada. Ahora deberán ser tanto La Zarzuela como La Moncloa los que diseñen una estrategia para impedir que se repita el espectáculo divisivo de un rey emérito que surfea al jefe del Estado, al Gobierno y a la propia ciudadanía.



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