Lo piense o no Elon Musk
En un mundo plagado de noticias falsas y bombardeado con anuncios, vídeos trucados, imágenes y sonidos amañados, la palabra, que es la base de Twitter, parece forzarnos al matiz
Cuando dentro de miles de años se despejen ruinas de aquella civilización colapsada por el humo, las pandemias inexplicables y las guerras por la paz, seguro que en alguna cueva encontrarán dibujos ancestrales de hombres y mujeres caminando con un móvil en las manos. A falta de otra evolución, la que han precipitado esos pedazos de plástico, chips, y cristal en el universo humano alcanza su apogeo con la estrella de las redes sociales. En esas ágoras incesantes, la gente se cuenta su vida contándosela a mucha gente, a todo el mundo, y a nadie. ...
Cuando dentro de miles de años se despejen ruinas de aquella civilización colapsada por el humo, las pandemias inexplicables y las guerras por la paz, seguro que en alguna cueva encontrarán dibujos ancestrales de hombres y mujeres caminando con un móvil en las manos. A falta de otra evolución, la que han precipitado esos pedazos de plástico, chips, y cristal en el universo humano alcanza su apogeo con la estrella de las redes sociales. En esas ágoras incesantes, la gente se cuenta su vida contándosela a mucha gente, a todo el mundo, y a nadie. Esta catarsis comunicativa se ha convertido en la inesperada gallina de los huevos de oro del siglo XXI. Todas las redes tienen sus particularidades, desde la fugacidad de Snapchat al buenismo de Facebook; todas pagan su descarnado tributo al capitalismo traficando con nuestros esclavizados datos personales; pero sobre todo, todas quieren rellenar nuestra necesidad de encuentro mediante el mismo truco: la falsificación. Las redes sociales han industrializado la antigua manía de aparentar lo que no somos. Nadie es más feliz que en el aseado cumpleaños de Instagram, el ocaso nunca descendió con tanto lujo como en el post de Facebook, y desde luego los días más graciosos y las situaciones más memorables quedan recortadas en el Tik Tok de turno, mientras el resto de nuestra dudosa y espesa vida se mete bajo la enorme alfombra del olvido. Esto no es nuevo. La gente ha mentido sobre su matrimonio, su patrimonio o su edad, desde la noche de los tiempos. Pero ahora la tecnología nos alcanza para ejecutar toda esa impostura con una perfección sensorial, una exactitud perceptiva, una precisión de colores, de sonidos, y hasta de volúmenes, nunca antes vista, oída, ni tocada. La mentira se ha encaramado a cotas de excelencia en nuestro siglo porque nunca como ahora la pudimos colar tanto por una verdad.
Me descubro pensando en estas cosas mientras leo que Elon Musk se lanzó en un fin de semana a hacer una oferta para comprar Twitter. Era con diferencia la red social que le hacía más gracia, no solo porque en ella el hombre más rico del mundo atesoraba millones de seguidores que aplauden o abuchean sus chorradas regularmente, sino porque esa palanca humana de animación le ha ayudado a generar estampidas de opinión que han disparado las acciones de sus empresas o propulsado el precio de sus criptomonedas favoritas. Es decir, a Elon Musk Twitter le ha hecho ganar dinero. Ahora dice que eso es lo de menos. Que lo que le interesa de la red es ayudar con ella a preservar la libertad de expresión. No: la democracia. No: el futuro de la humanidad. Toda esta salva de nobles intenciones parecen volatilidades de un multibillonario aburrido de ganar millones cada vez que se ata los zapatos, pero hay algo en esa compra de Musk que escapa al capricho y me llama la atención: ¿por qué Twitter? No es la red social más numerosa, no es la red más cotizada y, desde que su fundador Jack Dorsey se fue en noviembre pasado de la dirección, se rumorea que ni siquiera es una de las mejor organizadas. Todos estos peros suponen una oportunidad dorada para un hombre de negocios. Pero intuyo otro motivo, sea Musk o no consciente de él. Twitter es la única red social basada esencialmente en la palabra. Por supuesto que se pueden colgar fotos y vídeos ahí, pero su motor principal, su naturaleza fundacional, son las frases de los usuarios, o sus razonamientos en largos, elaborados, e icónicos hilos. El valor de Twitter no descansa en los filtros con los que trata tus fotos, o lo que duran los vídeos colgados en él, sino en lo que la gente escribe en Twitter. Y aquí es donde mi cabeza se mete en un jardín: ¿es eso lo que ha hecho a Musk asociar Twitter con la libertad? Desde luego, la palabra sigue siendo un hueso duro de roer para los falsificadores tecnológicos. No es que la palabra no se pueda falsificar, ni manipular o torcer (ahí tenemos a Vladímir Putin desnazificando Ucranias o a Boris Johnson devolviendo ruandeses en labor humanitaria). Pero sí es cierto que leer palabras, signos monocolores, insaboros, y planos sobre un fondo blanco, nos obliga cerebralmente a un proceso único. Siempre. Una imagen de un árbol presenta colores que entran por los ojos, como lo hacen los colores del árbol de verdad. Es la misma vía perceptiva, son estímulos parecidísimos. Pero la palabra árbol evoca al árbol de un modo muy distinto. Al leerla o pronunciarla, esa palabra se carga de muchos árboles: nuestros árboles frecuentes, nuestros árboles de infancia, nuestros árboles favoritos. Las palabras pulsan la cuerda del (re)conocimiento de un modo único. Un modo que nos obliga a romper los automatismos del pensamiento y a discernir. Interpretar.
En un mundo plagado de fake news, bombardeado de anuncios, de vídeos trucados, de imágenes y sonidos amañados para engatusarnos y hackear el cerebro, la vieja palabra aparece con su misterio a cuestas para forzarnos al matiz. Twitter será lo que sea, y Musk lo comprará por lo que le dé la gana, pero juraría que eso, el matiz, tiene mucho que ver con la libertad de expresión. O la democracia. O el futuro de la humanidad.