Robert de Niro y nosotros

Cuando el teléfono suena y sabemos que no lo debemos coger, y lo cogemos, y no debemos escuchar a quien nos habla, y lo escuchamos, ya estamos haciendo exactamente lo que queremos

Robert de Niro, como Neil McCauley, en 'Heat'.

El final de Heat, de Michael Mann, es también el final de nuestras vidas. Neil McCauley (De Niro), asesino y ladrón, se dirige en el coche al aeropuerto para escapar gracias al plan de fuga perfecto. Le ha perseguido las tres horas de película un inspector inteligentísimo y obsesionado con él, Vincent Hanna (Al Pacino), pero el malo ha ganado la partida: se va a evaporar en mi...

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El final de Heat, de Michael Mann, es también el final de nuestras vidas. Neil McCauley (De Niro), asesino y ladrón, se dirige en el coche al aeropuerto para escapar gracias al plan de fuga perfecto. Le ha perseguido las tres horas de película un inspector inteligentísimo y obsesionado con él, Vincent Hanna (Al Pacino), pero el malo ha ganado la partida: se va a evaporar en minutos, y el poli se retira a un hotel “a dormir seis meses”. McCauley ha conocido a una chica, y la chica acepta irse con él a enterrar su vida criminal y volver a empezar con un montón de dinero. Los dos en el coche. Suena el teléfono. Su socio le da las últimas indicaciones para coger el avión, y antes de colgar le dice —”aunque ahora ya sé que no te importa”— el lugar en el que se esconde el traidor que frustró su último golpe. “Efectivamente, ya no me importa”, responde De Niro convencido. Cuelga el teléfono y se concentra en la carretera.

Qué plano soberbio. Actuar es dejar de hacerlo. Lo que consigue De Niro en esos segundos es milagroso: muestra el proceso de un hombre siendo devorado poco a poco por su pasión sin remedio. Sin monólogo, sin voz en off, sin recursos. Se ha llevado al espectador con él. Cada gesto, cada parpadeo, cada respiración; el proceso es imparable: lo va a hacer. Lo vamos a hacer nosotros, lo hacemos cada día con cada mala decisión que tomamos conscientes de que lo es. De Niro, de repente, da un trompo y devuelve el coche a la ciudad para matar a la rata; se hace creer a sí mismo, como nos hacemos creer nosotros cuando damos nuestros trompos, que le dará tiempo a volver y coger el avión. Se queda a centímetros de salvarse y nos quedamos nosotros a centímetros de saber si, de haberse subido al avión, no habría buscado otro motivo para evitar una vida sin sobresaltos.

“Si por esta cuesta baja un balón, es imposible que un exfutbolista no se levante y lo patee”, me dijo hace años un colega para explicarme por qué Sito Miñanco, con su condena a punto de extinguirse, se puso a desembarcar droga otra vez: porque había tenido noticia de una operación, y probablemente fingió que no le interesaba hasta que no pudo más. He pensado viendo ese final una vez más, el final del escorpión cruzando el río, cuántas veces decimos que no (a conocer a quienes no te convienen, a follar con quien no te conviene, a salir noches en las que estás condenado de antemano aunque digas “una y me voy”; a hacer aquello de lo que te estás arrepintiendo antes de hacerlo, y, aun así, dirigirte a tu destino como cordero al matadero creyendo que puedes salir con vida), y concluí, además de que el inconveniente suelo ser yo, que a veces no hay nada que hacer y mejor así: uno puede encontrar felicidad en el arrepentimiento; uno puede hacer cosas solo para arrepentirse de haberlas hecho.

Muchos somos De Niro conduciendo tranquilos a una vida de paz mientras la cabeza empieza a girarse, seguramente en medio de alguna recta aburrida, y en el momento en que el teléfono suena y sabemos que no lo debemos coger, y lo cogemos, y no debemos escuchar a quien nos habla, y lo escuchamos, ya estamos haciendo exactamente lo que queremos. Es la naturaleza irrenunciable abriéndose paso, cambiando un bien mayor por uno más pequeño y volcánico que nos hace ser más nosotros mismos, carcomiendo lo que debemos hacer para sustituirlo por lo único que podemos hacer.

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