Viene la ultraderecha, sí. ¿Y qué?
Ninguna democracia aguanta ya en Europa ni un minuto más el discurso del miedo para frenar el avance iliberal. Quizás el escaso aguante de la juventud sea la catarsis que el progresismo necesita para salir de su letargo y despertar
Llamó una señora, muy molesta, a una radio autonómica en la que solía colaborar para afearme que señalara el crecimiento del gasto en pensiones vinculado al IPC desbocado. El presentador se disculpó con que “hay temas que son muy sensibles…”. Me fui pensando que hay otros temas también “muy sensibles”, como la precariedad juvenil y, en cambio, nadie llama para quejarse así. Eso hasta el día en que los jóvenes pueden ayudar a absolver a nuestra miope democracia del abismo moral, como en la segunda vuelta de las elecciones francesas de este domingo. ...
Llamó una señora, muy molesta, a una radio autonómica en la que solía colaborar para afearme que señalara el crecimiento del gasto en pensiones vinculado al IPC desbocado. El presentador se disculpó con que “hay temas que son muy sensibles…”. Me fui pensando que hay otros temas también “muy sensibles”, como la precariedad juvenil y, en cambio, nadie llama para quejarse así. Eso hasta el día en que los jóvenes pueden ayudar a absolver a nuestra miope democracia del abismo moral, como en la segunda vuelta de las elecciones francesas de este domingo. O Marine Le Pen, o Emmanuel Macron. Ahora es un país entero el que contiene la respiración.
Imaginemos que la misma conversación se hubiese dado en una radio francesa. Minutos antes, el locutor habría explicado la revuelta de los jóvenes estudiantes encerrados en la Sorbona. Su protesta demuestra que hay colectivos que no están dispuestos a comprar más el mantra “que viene la ultraderecha” para tapar las vergüenzas de su clase política, y perdonar el abandono sistemático que dicen sentir. Son esos jóvenes que en pandemia se vieron amontonados en las colas del hambre y, ante la invasión de Ucrania, asumen que tener un trabajo después no garantiza tampoco revertir su precarización.
Parte de la juventud en Francia ha transitado así entre el desinterés y la peligrosa conclusión de que no existe solución a su malestar. Lo muestra ese 45% de abstencionistas menores de 35 años en la primera vuelta de los comicios. Una impugnación a la política en su conjunto.
A ello se le suma la forma en que el modelo mayoritario francés tensiona la pluralidad, al reducir la elección a solo dos opciones. “Macron o Le Pen es elegir entre la peste o el cólera. Las urnas se nos han quedado pequeñas”, resumía un chaval. Y si los votos no les parecen ya suficientes con 20 años, como tampoco se lo parecen los resultados de nuestro sistema político… ¿Acaso la democracia liberal puede llegar a ser suficiente para ellos alguna vez?
Aunque hay veces en la vida, como en la política, en que no hacer nada también es una forma de decidir sobre el propio destino. El nihilismo, traducido en abstención, puede ser un obús para nuestro modelo de convivencia el próximo 24 de abril. Aparecen entonces voces críticas ante el hecho de que la juventud proteste pasivamente en vez de ir a votar. La pregunta honesta, al borde ya del despeñadero, debería ser qué garantizarles de verdad para que no se imponga Le Pen de forma tan banal.
Hasta la fecha, la noticia es que Macron sale corriendo a parchear a los colectivos más fáciles de seducir, corrigiendo por ejemplo su propuesta de alargar la edad de jubilación. Poco se conoce, en cambio, sobre qué hay para esa juventud que votó por Jean-Luc Mélenchon, el único capturador del giro reaccionario, tras la debacle de los partidos clásicos a izquierda y derecha.
La moraleja es que ninguna democracia aguanta ya en Europa ni un minuto más el discurso del miedo para frenar el avance iliberal. Eso aplica a todos los grupos sociales, muchos de los cuales se sienten atraídos ya por Le Pen, como en el caso de los obreros.
En los jóvenes, sin embargo, la situación reviste especial gravedad, toda vez que desconocen el peligro de una involución. Han nacido con plenos derechos y libertades, y no han sufrido en sus carnes derivas autoritarias, o excluyentes. En nuestro país, es también la franja joven donde es más fuerte Vox, en la ruptura generacional de la derecha a la que asiste el Partido Popular.
Pero quizás, el escaso aguante de la juventud es el motor, o la catarsis, que el progresismo necesita para salir de su letargo y despertar. “Que viene la ultraderecha” nunca fue un proyecto político, sino la coartada para esconder durante años los fantasmas diversos que la izquierda no quiere, o no puede combatir.
El primero es el estallido del mito del progreso: si debemos asumir que el modelo de crecimiento y bienestar se ha agotado. Racionamiento, carestía, inflación... El segundo fantasma versa sobre si es posible articular un proyecto político eficaz más allá de parchear las deficiencias de nuestro modelo socioeconómico, combatiendo pobreza y desigualdad, dando a cada colectivo lo que necesita, no sólo a los que votan “mejor” o votan más.
Hasta la invasión de Ucrania, la izquierda sólo tenía diagnósticos de la injusticia social, ahogados por unos poderes políticos demasiado funcionarizados. La diferencia es que ahora esta tiene mecanismos y un clima de opinión favorable a sus medidas. Nadie entendería en adelante que los gobiernos no intervengan ante la inflación, la luz y los carburantes disparados, los alquileres imposibles.
La miopía se ha vuelto algo común en un progresismo acostumbrado a la superioridad moral, a llamar “ultraderecha” hasta al camionero que se queja por su empobrecimiento. Una muestra es cómo ha llegado a España el debate ante el hecho de que Mélenchon no haya pasado a la segunda vuelta; tamizado bajo el mantra de un progresismo dedicado a contar porcentajes, autocomplaciéndose de que, si las izquierdas hubiesen ido unidas en Francia, hoy Le Pen estaría fuera de juego.
Ese discurso es tan engañoso como que la ultraderecha no es ya sólo un partido, una cara visible, ni la democracia debería conformarse con entrar por la escuadra de la mínima obviando el tsunami que nos acecha. La ultraderecha es hoy un clima de opinión que sacude el continente y avisa que sí, que hay ciudadanos dispuestos a tolerar sin miedo, o por omisión, un modelo alternativo donde los derechos y las libertades de todos se cuestionan, o bajo la ilusión populista de que el bienestar habita en algún lugar del pasado remoto, del repliegue colectivo.
Luego enciendes la radio y oyes cómo piden a los jóvenes corresponsabilidad para frenar el giro reaccionario. ¿Pero acaso alguien se corresponsabilizará cuando no sean sólo los jóvenes, sino cada vez más grupos vulnerables, quienes contesten volviendo la cara con un tortazo de cruda realidad: “Viene la ultraderecha, sí… ¿Y qué?”.