Cuerpo de mujer con manos de hombre
Una pintura contiene la evolución de un pensamiento. La abstracción de una mancha, aunque forme parte de la representación de una sandía, nos coloca en un lugar complejo que puede llegar a ser liberador. Solo se necesita tiempo.
“¡Deja de sufrir tanto!”, me dice mi editora. Más tarde charlo con una amiga viñetista y durante unos segundos me parece posible encontrar un lugar tranquilo en el que quedarme a descansar, pero estoy equivocada. Mientras a ella le alivia pensar que ha encontrado un modo de hacer (SU trazo) y que a partir de ahí nada puede ir mal, mi paz está, no en el trabajo resuelto, sino en saber que nunca podré dar por concluida la búsqueda. Mi paz es mutante.
Pienso en mis manos. Cómo las uso cuando agarro un lápiz. Cómo las deslizo por una estampa con gofrado, por una plancha resinada, por el pel...
“¡Deja de sufrir tanto!”, me dice mi editora. Más tarde charlo con una amiga viñetista y durante unos segundos me parece posible encontrar un lugar tranquilo en el que quedarme a descansar, pero estoy equivocada. Mientras a ella le alivia pensar que ha encontrado un modo de hacer (SU trazo) y que a partir de ahí nada puede ir mal, mi paz está, no en el trabajo resuelto, sino en saber que nunca podré dar por concluida la búsqueda. Mi paz es mutante.
Pienso en mis manos. Cómo las uso cuando agarro un lápiz. Cómo las deslizo por una estampa con gofrado, por una plancha resinada, por el pelo de mi sobrina cuando lo trenzo. Cómo toco la cara de mi marido y cómo ha ido cambiando mi relación con ellas: de pequeña se me hizo saber que eran muy masculinas y tuve que lidiar con el absurdo conflicto que suponía habitar “un cuerpo de mujer con manos de hombre”. Las manos fueron uno de los temas recurrentes de la pintora Roser Bru. En un autorretrato en buril consiguió que, a pesar de colocarlas en una zona de menor interés en la composición, acapararan todas las miradas. Pienso en sus manos jugando con paletas de colores y la echo de menos aunque la sienta en su obra. Roser nunca dio nada por resuelto, grabó sobre piedra, madera, lino, cobre, tela y aluminio. En algunas estampas la línea es clara y compacta, en otras se disuelve con el grano de la mancha de la aguatinta. “Mientras más escribes mejor persona te vas haciendo”, anota en una estampa. Siri Hustvedt piensa en los cuadros como fantasmas, espectros de un cuerpo vivo, “porque en ellos percibimos y vemos no sólo los rigores del pensamiento, sino también las huellas dejadas por los gestos físicos de una persona: pinceladas, gotas, manchones. De hecho, el cuadro es el recuerdo inmóvil de ese movimiento humano, y nuestras respuestas individuales a él dependen de quienes somos, de nuestro carácter, lo que subraya la simple verdad de que nadie se olvida de sí mismo al observar un cuadro”. Una pintura contiene la evolución de un pensamiento. La abstracción de una mancha, aunque forme parte de la representación de una sandía, nos coloca en un lugar complejo que puede llegar a ser liberador. Solo se necesita tiempo. Alejarse de la inmediatez. Pausar la mirada. Abandonarse a lo interesante de la decodificación del imaginario del autor o autora y escucharse a una misma. En los últimos trabajos de Roser abundan las mesas de líneas temblorosas con zapallas, cuencos y marraquetas. “Hacer grabado es una urgencia”, escribe: “siempre necesitas tener las ideas claras para emprender las planchas vírgenes. Y desde allí hay guerrillas, borraduras, o como decía Delia ‘los negros más negros, los blancos más blancos’. Y entremedio están los infinitos grises y las texturas”.
En 2018 entrevisté a Roser y acabé publicando parte de aquella conversación en la novela La anguila. Tres años antes había sido reconocida con el Premio Nacional y ya casi estaba recuperada de una lesión en la cadera y de un accidente cerebrovascular. Más cerca que nunca de su tan nombrada pre-muerte, a la que nunca temió “porque todo se transforma y viene de la mente”, no había cesado en su búsqueda, y casi siempre se la veía sosteniendo una barra grasa o un buril. Pudimos hablar gracias a los lugares a los que regresaba cuando miraba su obra. Aquellos últimos años llegaba al taller y nosotras comprábamos pollo al ast para recibirla, estampábamos sus litos y ella las intervenía con el pincel. El día que la entrevisté, el chileno José Luís Rissetti le tomó unas fotografías que guardo como tesoros: Roser se abraza a la prensa calcográfica como si la prensa fuera un bastón, apoya su cadera y se yergue retando el paso del tiempo. Las gruesas aves desplumadas que eran sus manos reposan en los bujes de presión y su rostro sonríe sereno. Ver su fortaleza es inspirador. El mundo es deslumbrante, y en ocasiones lo transitan mujeres como ella y lo manosean con sus manos de mujer. Antes de irse nos dejan algunas pistas sobre aquello que pensaron que da sentido a nuestra existencia y al oficio al que decidimos entregarla.