Acostumbrarse a la guerra

Putin busca una guerra de desgaste, también económica, para que nos cansemos de Ucrania y luego nos rindamos

Viandantes caminan junto a una pintada que representa al presidente ruso, Vladímir Putin, en Belgrado, Serbia.ANTONIO BRONIC (REUTERS)

Que Putin no esté ganando no significa que esté perdiendo. Cada día que pasa desde la invasión, y ya han pasado 38, es una victoria para Ucrania, al menos momentánea, aunque en ningún caso sea definitiva.

Putin todavía puede vencer. El Ejército ruso es un depósito de fuerzas inagotable. Cuenta con la siniestra ventaja del régimen despótico al que sirve, sin escrúpulos para manda...

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Que Putin no esté ganando no significa que esté perdiendo. Cada día que pasa desde la invasión, y ya han pasado 38, es una victoria para Ucrania, al menos momentánea, aunque en ningún caso sea definitiva.

Putin todavía puede vencer. El Ejército ruso es un depósito de fuerzas inagotable. Cuenta con la siniestra ventaja del régimen despótico al que sirve, sin escrúpulos para mandar a los seres humanos a la guerra como se tira el carbón a una caldera.

La guerra ha entrado en la etapa más difícil. No van a contar las grandes maniobras ni las operaciones fulgurantes, sino la presión persistente del invasor, la resistencia de quienes la sufren y la fatiga de quienes les ayudan desde fuera de Ucrania. Es la guerra de desgaste, que actúa sobre el cansancio y la moral de los combatientes, pero también de sus aliados.

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Matar civiles es el objetivo de Putin: en su siniestra ecuación los presenta como si fueran escudos humanos al servicio de Zelenski. Calcula la presión que ejerce el creciente balance de destrucción y muerte sobre las espaldas del presidente ucranio. Y también sobre los aliados, inducidos a identificar la ayuda militar a Ucrania con la prolongación del conflicto, el incremento de las víctimas y las consecuencias económicas, especialmente esta inflación desatada que sufre ahora Europa.

La artillería destruye las ciudades y la economía productiva, pero la guerra amenaza y somete a una presión creciente a las sociedades europeas enteras. Con la sociedad rusa y el entorno del Kremlin bajo férreo control, a Putin le conviene una guerra tediosa y larga, que sature a las opiniones públicas, erosione a los gobiernos, dividida a los parlamentos e impulse los reflejos pacifistas más primarios en el otro bando.

Con el tiempo, nos vamos acostumbrando a vivir en estas penosas condiciones. No tan solo crece el peligro de bajar la guardia y de una súbita derrota por una operación relámpago. La rutina de la muerte relega las noticias bélicas al fondo de los telediarios y de las páginas de los periódicos. Y cuando emergen de nuevo por escenas inhabituales del horror, sirven para abaratar las condiciones para la paz, exactamente lo que busca Putin. El objetivo es que la asimilemos a la normalidad primero y luego que nos rindamos por hartazgo ante una violencia que no ceja.

Descontado el fracaso inicial de su ofensiva relámpago, Putin se siente como pez en el agua en el castigo prolongado, dependiente solo de la cantidad de bombas que está dispuesto a lanzar y de la cantidad de seres humanos que se dispone a sacrificar. Reta así a los europeos para que entremos en el trato infame de canjear Ucrania a cambio de nuestra paz y nuestra prosperidad, lo mismo que Hitler consiguió en 1938 con Checoslovaquia, antes de que sus ejércitos terminaran con la paz y la prosperidad, ya no de un pequeño país sino del entero continente.

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