“Tuve un jardín que habité felizmente… un pequeño jardín con un manantial –pequeño, mas inagotable—al fondo y de vivir ya lejos, sin saber si florece… sin aroma ni más recuerdo que el silencio que intento ahora poner en versos o sílabas sueltas”. Palabras más, palabras menos, la anterior frase se ha escuchado en voz de una abuela de Ucrania y una joven de Siria, el mismo ritmo y compás con el que lo ha dicho –a la mitad de un noticiero—un...
“Tuve un jardín que habité felizmente… un pequeño jardín con un manantial –pequeño, mas inagotable—al fondo y de vivir ya lejos, sin saber si florece… sin aroma ni más recuerdo que el silencio que intento ahora poner en versos o sílabas sueltas”. Palabras más, palabras menos, la anterior frase se ha escuchado en voz de una abuela de Ucrania y una joven de Siria, el mismo ritmo y compás con el que lo ha dicho –a la mitad de un noticiero—un granjero desahuciado y un enamorado desilusionado. En diferentes lenguas y con variado sabor –amargo o dulzón—de lágrima y abandono, la frase habla de uno y el mismo jardín, el Edén que parecía inalcanzable que se ha vuelto por bombardeos, negligencia, distracción u olvido un páramo desierto, alunarado en cráteres de guerra o recubierto con la ligera neblina del desprecio.
Los testimonios coinciden por pura agua del azar: en ucraniano o en ruso, en árabe o notas que alguien traduce desde Yemen, hay alguien que lamenta la desaparición de su jardín más íntimo, el relicario vegetal donde daban ganas de esconderse para siempre, el pequeño, pero inagotable manantial que saciaba la sed de vida y las flores esparcidas de un aliento compartido al filo de cada amanecer. Coinciden los lamentos y la añoranza, el dolor de la pérdida y la rabia ante el sinsentido absolutamente inexplicable con el que se evaporan del tacto los jardines y sus flores, los minutos hechos siglos… el instante de cada jardín.
Amanece abril con el mismo párrafo jamás antes leído donde un tal Cervantes nos presenta la primera descripción detallada de un hombre que decide llamarse Quijote, sin que el propio autor quiera recordar el lugar exacto del territorio ancho de La Mancha donde ese hombre cultivó su jardín. Como cada año desde 1987 se vuelve a leer el párrafo echando en falta el dato de la huerta o la ubicación exacta del jardín: las flores que desvelaban al hidalgo en sus lecturas de aventura constante y las verduras que componían también alguna parte de su hacienda; se echa en falta el colorido sabor de los pétalos que lo incitaban a formar un ramo invisible, digno de ofrendar a Dulcinea y coronar su enredada cabellera con una guirnalda amarilla en círculo perfecto sobre la amplia frente y se extraña cada lector de que el propio hidalgo no mencione el agua cristalina de un pozo secreto, bálsamo para toda herida… y así avanzarán los días de abril con la misma y única aventura que se lee siempre de manera diferente y con mirada siempre renovada. Parecerá que abril el mismo mes de su crueldad y llegarán las páginas de una novela intemporal hasta el atardecer de un próximo 23 cuando –por festejar al santo batallador de dragones—se honre la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra y en otros calendarios, los sonetos y comedias de William Sheakespeare, y en todas las pantallas de bolsillo o de pared seguirán apareciendo los dolorosos testimonios de quienes lloran un jardín: la huerta de párrafos hilados que alientan la ilusión de un sueño, el prado perfecto de los versos o la loma floreada por donde se desliza una pluma fuente de tinta ocre. Lloran su jardín las ciudades devastadas por una guerra de la sinrazón y lloran su jardín los desiertos cercanos o cercados en el camino a Damasco y lloran su jardín los sermones desde un púlpito decrépito y la partitura ya para siempre inconclusa de un concierto que florecía en silencio, cada anónima madrugada adoquinada que parecía florecer invisible en el relicario sagrado de un jardín.