Las mujeres no somos un colectivo identitario
La desigualdad entre los sexos es estructural de nuestras sociedades, no una mera petición de reconocimiento como minoría discriminada. El feminismo interpela a la sociedad en su conjunto, para su mejora
Que las mujeres no somos una minoría parece obvio: constituimos más de la mitad de la población. Sin embargo, con insistencia se nos enumera dentro de un listado de grupos reivindicativos, como si quien lo hiciera hablara desde una posición universal incontaminada, sobrevolando las ínfimas particularidades cuyos reclamos mirara con condescendencia.
La inercia tiene su origen en el reiterado inventario de los movimientos sociales de los años sesenta del pasado siglo: pacifismo, antirracismo, feminismo, liberación sexual, minorías étnicas… ahora reformulados, y sustituidos, en las denomin...
Que las mujeres no somos una minoría parece obvio: constituimos más de la mitad de la población. Sin embargo, con insistencia se nos enumera dentro de un listado de grupos reivindicativos, como si quien lo hiciera hablara desde una posición universal incontaminada, sobrevolando las ínfimas particularidades cuyos reclamos mirara con condescendencia.
La inercia tiene su origen en el reiterado inventario de los movimientos sociales de los años sesenta del pasado siglo: pacifismo, antirracismo, feminismo, liberación sexual, minorías étnicas… ahora reformulados, y sustituidos, en las denominaciones actualizadas, por LGTBIQ+, diversidad sexual, trans, no binarios, racializados, trabajadoras sexuales, diversidad funcional… Es decir, si en los sesenta a las mujeres, con nuestras demandas, se nos incluía en los fenómenos sociales de una época, hoy desaparecemos incluso del inventario, o lo hacemos diluidas, troceadas. No solo el carácter político de los movimientos sociales se difumina, sino también los propios protagonistas: ya no son los negros, los indígenas, las mujeres… El sexo y la raza se fragmentan, pierden su densidad material y política —también la discapacidad se transforma en diversidad funcional—, todos ellos convertidos no en realidades constatables, sino en constructos ficticios creados por un poder dominador.
A esta volatilización frívola, narcisista, despolitizada de la “sociedad líquida”, que diría Zygmunt Bauman, se une con respecto a las mujeres una consecuencia más perversa. El feminismo ha pasado de vivir una eclosión multitudinaria y valorativa con las grandes manifestaciones de 2017 y 2018, el movimiento Me Too, la internacionalizada performance “el violador eres tú”… a convertirse, a derecha e izquierda, en algo sospechoso. O se nos acusa de feminazis o se nos borra o, en el mejor de los casos, se incluye a las mujeres, fraccionadas en subgrupos, en uno más de los movimientos identitarios.
Suele ser habitual —en manuales de Sociología, textos legales, reconocidos ensayistas, soflamas a favor o en contra—, nombrar conjuntamente los avances o las demandas de minorías étnicas, mujeres, homosexuales… o las discriminaciones en función de la raza, sexo, orientación sexual, identidad sexual… También denunciar o alabar las políticas del reconocimiento en lugar de posiciones más universalistas. En todos los casos, se reduce a las mujeres a uno más de los grupos reivindicativos, y sus reclamos a peticiones sectoriales. Se incurre, de manera interesada o por costumbre, en una minusvaloración, no por más aceptada, menos misógina.
El feminismo no debe caer en la trampa de la cultura de la cancelación y del repliegue identitario, dando argumentos a las descalificaciones que desde la derecha se realizan. Nuestra labor es la contextualización crítica de las acciones pasadas y de las obras de la cultura para mostrar los sesgos androcéntricos o sexistas, no su quema en la hoguera.
Las mujeres no somos una identidad entre otras; nuestras demandas no pueden compararse cuantitativamente con las que afectan a un 10%, a un 2‰ o a un 1 por 100.000 de las personas. La desigualdad entre los sexos es una desigualdad estructural de nuestras sociedades, no una mera petición de reconocimiento como minoría discriminada. No es una reivindicación sectorial. Constituye la puesta en evidencia de una exigencia global, desde una posición incomparable, numérica y estructuralmente, a las reivindicaciones de las diferentes minorías, por muy justas que estas sean. La diferencia entre las minorías discriminadas y la desigualdad estructural se muestra en cómo, en una acción inicua y moralmente reprobable, se puede marginalizar y excluir a las minorías, y a pesar de esto la sociedad sigue funcionando porque no se cimenta sobre esta exclusión; sin embargo, de las mujeres no se puede prescindir, pues aun en los contextos más desigualitarios somos necesarias para la reproducción y los cuidados. Todas las sociedades se fundamentan en esta desigualdad.
Por tanto, la situación de las mujeres requiere no un reconocimiento de su identidad —que siempre es definida por otros—, sino un análisis profundo de en qué bases injustas sigue sustentada nuestra sociedad. Se exige no una inclusión graciable, sino el replanteamiento ético y político de cómo estamos construyendo nuestras relaciones sociales, representativas, laborales, personales, la atención y cuidado de los ciudadanos, la cultura, la ciencia... Qué usurpación de la supuesta neutralidad universal ha ninguneado a las mujeres; qué arquetipos sexistas sufrimos hombres y mujeres, estereotipos que en ningún modo pueden presentarse como algo a defender. Las mujeres somos diversas, no una más de las diversidades. Desde nuestra encarnadura, desde nuestro cuerpo, desde nuestra diferencia, lo que pensamos —porque el cerebro no tiene sexo— aspira a la validez racional y social para todos.
El feminismo es una interpelación a la sociedad en su conjunto, para su mejora, con valores universalizables, porque sin igualdad entre los sexos no hay democracia digna de tal nombre.