La educación pública es la esperanza cívica
Profesores como Conchita y Antonio traman la malla cívica, invisible, anónima, tan frágil, que salva el día a día de un país, la que empieza en la escuela y culmina con la creación de un ateneo
Al llegar a la biblioteca de Molina de Segura, en Murcia, una mujer con la cabellera blanca sonrió con sencillez y me dio la bienvenida con cuatro palabras en catalán. Al final de la charla, Conchita se acercó y me enseñó una vieja fotografía que conservaba en un dossier de plástico.
Son un grupo de niños junto a una chica en el campo con un pueblo al fondo, la extraña mezcla del gris de la posguerra con el sol de la infancia. La chica era ella, tan joven, y los chavales, sus alumnos en una escuela rural. En el reverso de la fotografía, con ortografía de maestra, unas fechas de los prim...
Al llegar a la biblioteca de Molina de Segura, en Murcia, una mujer con la cabellera blanca sonrió con sencillez y me dio la bienvenida con cuatro palabras en catalán. Al final de la charla, Conchita se acercó y me enseñó una vieja fotografía que conservaba en un dossier de plástico.
Son un grupo de niños junto a una chica en el campo con un pueblo al fondo, la extraña mezcla del gris de la posguerra con el sol de la infancia. La chica era ella, tan joven, y los chavales, sus alumnos en una escuela rural. En el reverso de la fotografía, con ortografía de maestra, unas fechas de los primeros sesenta. A cada curso, una población. De Rialp a Guissona. Ella había nacido en Huesca, pero antes de consolidar destino, movilidad. En la universidad, en Barcelona, conoce al que será su marido, Antonio, otro profesor de instituto, de francés. Por un tiempo dos darán clases en Sant Vicenç dels Horts, localidad industrial del extrarradio de la ciudad donde han llegado familias del sur que también existe para ganarse un futuro. El claustro, radicalizado ideológicamente, tiene como objetivo la cohesión a través de la educación. Además, fuera de su horario, ellos dos asisten a cursos de Marta Mata. Esta pedagoga —una de las vigas maestras sobre la que se construyó la ciudad democrática— atiende su demanda: coordina Tris tras, un manual escolar para enseñar a los niños a leer, el que yo utilicé.
Nos subimos al coche para ir hasta el bar donde cenaremos. “Lo cargo de tierra, de herramientas, no puedo dejar el campo de mis padres”. Este año volverá a regalar las cajas con naranjas. Kilos de naranjas que envía a amigos repartidos por toda España. Mientras el coche avanza por la avenida de Martín Lutero King, ella me señala varios edificios. Ni el ayuntamiento ni las iglesias. Escuelas. “Allí dimos clase”. Están jubilados. Hace años colaboraron en la creación de un ateneo. Invitan a un ponente, buscan a un interlocutor crítico, después contraste de pareceres con los asistentes. Otros profesores, un químico que trabajaba en la conservera, un agricultor, la madre de un profesor de constitucional en Murcia. Evitar la demagogia que desemboca en el cabreo. Mantener viva la comunidad en un ágora de ciudadanía para adultos. Tramar la malla cívica, invisible, anónima, tan frágil, que salva el día a día de un país. La que empieza en la escuela y culmina con la actividad de un grupo que crea una asociación para debatir.
El tono machadiano de Conchita y Antonio me recuerda al talante de Finlàndia, una apología de la educación pública que ha escrito un profesor con treinta años de experiencia en secundaria: Manel García. No escribe con blancos ni negros ni con la ansiedad de compararnos con realidades que no son la nuestra. Lo plantea como un ejercicio de “controversia constructiva”. Ante el catastrofismo o la ansiedad reformista, García sincroniza el clásico discurso civilizador de la escuela con la realidad. “Se trata de acabar con las asimetrías entre centros educativos, de entender moralmente, incluso para una moral utilitarista, que la educación necesita empatía y las simpatías altruistas, de garantizar la igualdad de oportunidades porque todos y todas ganaremos como sociedad y como país”. Lo traduzco del catalán esperando que se traduzca al español. Subrayo unas palabras de la penúltima página que son aquellas que merecen viejos profesores como Conchita y como Antonio, el reconocimiento por haber tenido en sus manos la esperanza. En Rialp o en Molina.
“Una de nuestras hijas nació en Barcelona el mismo año que tú”, me dice Antonio cuando nos despedimos. Le pregunto por qué decidieron volver. No tiene ni que pensarlo. “Para enterrar a mis muertos”. Me regala para mis hijos los libros que ha escrito para sus nietos. Y me pide que le diga algo al llegar a casa. Todo bien, Antonio, y gracias.