Del amor, la valentía y la sumisión en un penal ruso
El nuevo juicio a Navalni encarna la pugna de valores en Europa oriental y central. La UE tendrá que demostrar hasta qué punto está dispuesta a involucrarse
La pareja se abraza. Los cuerpos se funden en la sala de juicio improvisada en el penal. Los brazos de ella van hacia arriba, hacia los hombros de él. En la mano derecha sostiene una botellita de agua, como si una repentina inundación de alegría al ver al esposo, preso desde hace un año, le hubiese impedido la racionalidad del gesto de posarla en la mesa antes del abrazo. Él la ciñe por la cintura. Ella se acerca a un lugar indefinido entre la mejilla, el cuello y la oreja, esa zona del cuerpo misteriosa, tan expuesta como íntima. Quizá le da un beso, quizá dice algo, quizá las dos cosas. Se v...
La pareja se abraza. Los cuerpos se funden en la sala de juicio improvisada en el penal. Los brazos de ella van hacia arriba, hacia los hombros de él. En la mano derecha sostiene una botellita de agua, como si una repentina inundación de alegría al ver al esposo, preso desde hace un año, le hubiese impedido la racionalidad del gesto de posarla en la mesa antes del abrazo. Él la ciñe por la cintura. Ella se acerca a un lugar indefinido entre la mejilla, el cuello y la oreja, esa zona del cuerpo misteriosa, tan expuesta como íntima. Quizá le da un beso, quizá dice algo, quizá las dos cosas. Se ve una sonrisa en el rostro de él. Son el matrimonio Navalni, el pasado martes, día de inicio del juicio en una nueva causa contra el disidente ruso, por la que le puede caer otra década larga de reclusión. No podemos saber exactamente qué hay en sus corazones pero, si no lo es, se parece bastante al amor, en la acepción completa, la que incluye admiración, atracción, cariño y complicidad. Sorprende la idea del amor en un entorno como ese.
Tampoco sabemos qué hay en el corazón del otro protagonista de la sala, que no se ve en ese fragmento de la grabación: el juez. Pero, con toda probabilidad, lo que hay es esa sumisión que es el estado postrado del alma de tantos que viven bajo regímenes autoritarios. Actitud muy fácil de juzgar desde la comodidad de las garantías y seguridades democráticas. Lo que sí conocemos es la extraordinaria valentía de Alexéi Navalni, que después de sufrir una larga persecución por su actividad opositora y ser envenenado, decidió seguir luchando y regresar a Rusia desde Alemania, donde recibió atención médica. “No tengo miedo de este tribunal, de este penal, de las armas químicas, de Putin y del resto. Teneros miedo sería humillante”, dijo en la vista.
La escena resumida en ese penal ruso —tener que vivir con el dilema entre resignación ante el abuso o heroísmo con consecuencias terribles— es lo que ha empujado a tantos países de Europa central y oriental a abrazar el modelo y las instituciones occidentales. Es el motivo por el que una mayoría de ciudadanos de Ucrania también lo desea. Y es la pesadilla que, probablemente, le da escalofríos a Vladímir Putin, que ni quiere nombrar a Alexéi Navalni y contempla con espanto la perspectiva de que la ciudadanía se rebele o que el país hermano pueda mostrar a la ciudadanía rusa que con historia y tradiciones parecidas es posible construir otro camino.
Y la Unión Europea debe decidir dónde se sitúa ante lo que la escena del penal representa. En asuntos internacionales pero también internos. El mismo día de la vista, Olaf Scholz se reunía con Vladímir Putin. En una conferencia de prensa posterior a la reunión, calificó de “incompatible con el Estado de derecho” la persecución judicial de Navalni. Las palabras son acertadas, pero lo importante son los hechos. Alemania ha mantenido durante mucho tiempo una actitud contemporizadora con Rusia, está por ver hasta qué punto está dispuesta a cambiarla ahora. La UE ha impuesto sanciones como respuesta a desmanes rusos de los últimos años, pero de baja intensidad. En la crisis actual, de momento, ha mantenido cierta unidad, pero está por comprobar qué clase de unidad será si esta se precipita. Hay muchas señales que indican que esto puede ser inminente. Algunos miembros están dispuestos a armar a Ucrania, otros no; algunos optan por sanciones muy contundentes, otros no; algunos están dispuestos a un consistente nivel de negociación en el plano del control de armas, otros no tanto.
En clave interna, también, quedan pendientes pruebas definitorias. Hasta qué punto llegar en la lucha contra la erosión de la democracia y, en concreto, de la independencia judicial, en Polonia y Hungría. La justicia europea ha avalado esta semana la derogación de fondos a países que no mantengan ciertos estándares. A ver cuándo y cómo se aplica, después de años de advertencias frustradas y de tolerancias interesadas, por las que, por ejemplo, el partido de Orbán estuvo abrigado en el PPE hasta hace poco con la anuencia de la CDU alemana o del PP español. La cuestión es de gran calado, y el riesgo de politización de la justicia afecta también, con circunstancias diferentes, a democracias más consolidadas. Conviene no olvidar el mensaje de WhatsApp del portavoz del PP en el Senado en el que, en 2018, presumía de que el principio de acuerdo para la renovación del Poder Judicial alcanzado con el PSOE permitía a su formación “controlar por detrás” una importante sala del Supremo. Un síntoma, entre tantos, de una mentalidad peligrosa.
A ver, pues, donde se situará la UE ante esa escena de sabor dostoievskiano. Hay un célebre abrazo en un penal ruso en el epílogo de Crimen y castigo. Raskólnikov lanza sus brazos, por fin, alrededor de Sonia, completamente entregado. Aquí sí sabemos qué sienten los protagonistas. Amor, sin duda, de aquellos que hacen invencibles a quienes los sienten, de aquello que hacen resurgir, porque encierran “en el corazón del uno infinitas fuentes de vida para el corazón del otro”. A ver hasta dónde y cómo está la UE dispuesta a abrazar en nombre de la democracia.