La polarización española se sale del mapa europeo
España parece navegar hacia algún lugar del Atlántico más cercano a la toxicidad política de las democracias anglosajonas que al entorno de Europa occidental
Por brutalidad, mecánica y radio de acción, la polarización política española se sale del mapa de Europa occidental. En ciertos sentidos, España parece haberse desgajado del anclaje a los vecinos que el atlas y la historia le asignan, y avanza en una deriva que la conduce hacia algún lugar político del Océano Atlántico más próximo a Estados Unidos y Reino Unido.
En otras circunstancias –en otro país- la tramitación de la reforma laboral habría sido la ocasión perfecta para una balsámica liturgia de amplia unidad parlamentaria. Bendecida por los agentes sociales y elemento clave para que...
Por brutalidad, mecánica y radio de acción, la polarización política española se sale del mapa de Europa occidental. En ciertos sentidos, España parece haberse desgajado del anclaje a los vecinos que el atlas y la historia le asignan, y avanza en una deriva que la conduce hacia algún lugar político del Océano Atlántico más próximo a Estados Unidos y Reino Unido.
En otras circunstancias –en otro país- la tramitación de la reforma laboral habría sido la ocasión perfecta para una balsámica liturgia de amplia unidad parlamentaria. Bendecida por los agentes sociales y elemento clave para que el país cobre pronto ingentes ayudas europeas, constituía terreno propicio para enterrar el hacha de guerra. No pudo ser, por las múltiples vicisitudes que este periódico ha narrado en las últimas semanas hasta el triste epílogo embarrado por transfuguismo, caos, acusaciones gruesas. La polarización y mezquinos cálculos partidistas afloraron una vez más del subsuelo para dejar su mancha.
El mismo día de la votación de la reforma laboral, en Italia, se celebraba otra importante sesión parlamentaria, el discurso de investidura del presidente de la República, elegido por amplísima mayoría. Un momento de unión, en un país que no brilla por eficiencia y madurez política, pero que no es atenazado por la polarización, como también demuestra el Gobierno de unidad nacional liderado por Mario Draghi, apoyado por todo el arco parlamentario, salvo el ultraderechista Hermanos de Italia.
Lo que dice el resto del mapa de Europa occidental es notorio, pero conviene recordarlo para que la ciudadanía española no olvide que el espectáculo político que sufre no es ni normal ni inexorable. En países como Alemania, Austria o los del Benelux son habituales coaliciones de Gobierno de distintos colores y geometrías, incluidas puenteando el surco central. En Francia, el Ejecutivo del presidente centrista Emmanuel Macron cuenta con destacados ministros conservadores y socialistas. En Portugal, el derrotado líder de los conservadores señaló su preferencia por pactar con los socialistas que con la ultraderecha si se hubiesen dado las circunstancias. Habrá que ver cómo evolucionará el partido a partir de ahora.
Por supuesto hay polarización también en esos países; por supuesto, España ha exhibido momentos de unidad –votación sobre el Ingreso Mínimo Vital-; de convergencia entre los principales partidos –sobre su desempeño como aliado OTAN en el marco de la crisis con Rusia-; de acuerdo esporádico entre el Gobierno progresista y los liberales de Ciudadanos; o una cooperación continua del primero con los conservadores vascos por encima de la linea central en el eje ideológico tradicional.
Pero en una mirada de conjunto, el bloqueo institucional, la brutalidad retórica, el cuestionamiento de la labor de órganos fundamentales, la deslegitimización del adversario, el transfuguismo, las acusaciones gravísimas proferidas a la ligera y la proyección a escala europea de las refriegas internas son elementos que hacen de la política nacional un caso sui generis en el entorno de la Europa occidental continental.
En cambio, se detectan algunas inquietantes similitudes con la polarización tóxica de Estados Unidos o Reino Unido, que corroe la vida democrática, sus instituciones, su día a día. Con esa dinámica por la que, según señala el autor estadounidense Ezra Klein en Por qué estamos polarizados (Capitán Swing), las identidades partidistas se fusionan con las religiosas, geográficas, raciales o culturales, conformando masas compactas con un peso que acaba desgarrando los lazos de unión. Una situación por la que, progresivamente, ese reconocimiento identitario multifacético se sobrepone al valor del interés nacional, incluso a veces de la racionalidad más elemental.
Esa senda, pues, pone a prueba las democracias. España suele lograr calificaciones notables en los estudios valorativos más serios. Pero todo cuerpo está expuesto al riesgo del deterioro. Un análisis de España según los criterios delineados por los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias (Ariel) deja motivos de inquietud. En dos de las cuatro grandes áreas de juicio que esbozan –negación de la legitimidad de los adversarios políticos y tolerancia de la violencia- la radiografía no sale impoluta. Ello no significa que la democracia española, que tiene buenos cimientos, esté en peligro existencial. Pero sí que sufre un proceso de desgaste que puede desfigurarla.
Europa observa esta deriva, cuyo oleaje llega a sus orillas. El episodio más reciente, la campaña de acoso y derribo del PP contra la gestión de los fondos europeos por parte del Gobierno español representa un nadir inigualado y muy significativo en el entorno de Europa occidental, y ha sido rotundamente desautorizada por la presidenta de la Comisión, su correligionaria Ursula von der Leyen. La polarización tiene muchos padres. Sin embargo, es fundamental graduar las responsabilidades. En los extremos del espectro político suelen estar los grandes alborotadores, pero la clave es la actitud de los actores centrales. De ellos depende que España se quede donde el atlas indica.