Elogio del fracaso

Una palabra como “perdedor” es un estigma con el que hoy ninguna persona quiere cargar. Las redes sociales crean el espejismo de que todos somos triunfadores, y que ahí nadie es un don nadie

William Faulkner, en Roma en 1955.Mondadori (Getty Images)

Lanzó William Faulkner en una entrevista, en 1955, una declaración que va a contrapelo de lo que se piensa en nuestro tiempo, apenas unos años después: “Fracasar y luego volver a intentarlo. Eso es el éxito para mí”. Su perspectiva del éxito, y del fracaso, recuerda la muy célebre línea de Samuel Beckett: “Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.

La forma en la que estos dos escritores encuadraban el fracaso y el éxito viene de la antigüedad, de aquella gente que se sentaba a pensar...

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Lanzó William Faulkner en una entrevista, en 1955, una declaración que va a contrapelo de lo que se piensa en nuestro tiempo, apenas unos años después: “Fracasar y luego volver a intentarlo. Eso es el éxito para mí”. Su perspectiva del éxito, y del fracaso, recuerda la muy célebre línea de Samuel Beckett: “Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.

La forma en la que estos dos escritores encuadraban el fracaso y el éxito viene de la antigüedad, de aquella gente que se sentaba a pensar hace, digamos, 2.400 años, en las cosas verdaderamente importantes de la vida.

Hablar de fracaso en el siglo XXI es anticlimático: es ya un fracaso. Las redes sociales, la autoexposición al alcance de cualquiera, crean el espejismo de que todos somos unos triunfadores. No se necesita ser muy espabilado para conseguir un minuto de gloria en TikTok. Las redes sociales han sido ideadas, entre otras cosas, para que nadie sea un don nadie.

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Las palabras “perdedor” y “fracasado” son un estigma con el que hoy ninguna persona quiere cargar. Pero la realidad es que perdemos y fracasamos todo el tiempo, y que el éxito sólo llega, si es que lo hace, muy de vez en cuando.

Regresemos a William Faulkner, ese extraordinario escritor cuyo éxito lo llevó hasta las alturas del premio Nobel y que se veía fracasando en cada novela que escribía, como se puede comprobar en esta confesión suya: “Uno nunca consigue contar la verdad según la ve. Lo intenta, y fracasa cada vez. Así que vuelve a intentarlo. Sabe que la siguiente vez tampoco será la buena, pero vuelve a probar...”.

En esa misma entrevista, que está publicada en el libro León en el Jardín (Reino de Redonda, 2021), Faulkner nos dice: “Mi fracaso más espléndido fue El ruido y la furia, y ese libro es para mí el de más éxito, porque fue el mejor fracaso”.

El ruido y la furia, ese fracaso esplendoroso, es uno de los libros más importantes de la historia de la literatura y fue gracias a su apego por el fracaso que Faulkner nos dejó dos o tres novelas monumentales. ¿Qué nos habría dejado si se hubiera visto a sí mismo como un triunfador? Probablemente, una obra menos contundente, porque su motor era la sensación de estar siempre fracasando.

Lo que Faulkner nos enseña es que el fracaso es más importante que el éxito, porque el éxito se agota en sí mismo y dentro del fracaso está siempre latente la posibilidad de triunfar. El fracaso está lleno de futuro y lo que hay más allá del éxito es el vacío.

Decía que Faulkner y Beckett encuadraban el fracaso a partir de la idea del éxito que tenían los pensadores de la antigüedad, para quienes era más importante el intento que el resultado obtenido. Los estoicos, por ejemplo, diferenciaban claramente entre el objetivo y el fin; era más importante el rigor en la ejecución que el éxito, por una razón elemental que hoy hemos perdido de vista, seguramente porque nadie la quiere ver: el éxito no depende de nosotros, pero el intentarlo sí.

Tener esto en cuenta viene muy al caso porque en el siglo XXI el intento ha quedado desterrado y lo único que importa es el éxito, ganar, triunfar, conseguir eso que se ha proyectado antes de emprender la acción, y quien no lo consigue es, de acuerdo con el estándar contemporáneo, un perdedor, aun cuando el intento haya sido notable. Pero esto no era así cuando en nuestra especie reinaba la sensatez.

La neurosis del éxito en nuestro tiempo se apuntala con eslóganes tóxicos, por engañosos, del tipo: “Sí se puede”, “no aceptes un no por respuesta”, “sí o sí” y un largo, y delirante, etcétera. Porque la realidad nos demuestra todo el tiempo que no siempre se puede y que el sí con mucha frecuencia es no. Lo normal no es tener éxito, sino fracasar. El éxito es muy escaso, es una rareza, y es precisamente su escasez lo que lo hace tan deseable. Si todos fuéramos unos triunfadores el éxito perdería su prestigio.

Marco Tulio Cicerón, en su libro De los fines de los bienes y los males, ofrece esta perspectiva del asunto: “El arquero debe intentarlo todo para alcanzar la diana, pero es la propia acción de intentarlo todo para alcanzar la diana, para lograr su propósito, el verdadero fin pretendido por el arquero”.

No está de más reiterarlo: lo importante, nos vienen a decir aquellos viejos sabios a los atolondrados habitantes de este siglo, no es el resultado, el éxito, que no depende de nosotros, sino la intención de conseguirlo. “Conseguir nuestro propósito es algo que cabe desear, pero no algo que merezca lograrse por sí mismo”, dice Cicerón.

Lo único que una persona sensata puede hacer es intentarlo todo para alcanzar la diana; ese es el verdadero fin. Lo demás es propaganda, o neurosis.

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