Los cabrones de ‘Succession’ somos nosotros
Nos dicen que habitamos el mundo de la posibilidad, que estamos abrumados por las posibilidades, pero eso es mentira. No existe ninguna posibilidad para nadie
Decía Carlos Boyero hace algunas semanas en su columna que todos son unos cabrones en Succession y que la serie le aburre porque se limita a relatar la prescindible existencia de una familia de forrados donde todos se convierten en malas personas con tal de alcanzar el poder del anciano patriarca. A mí, en cambio, me parece que Succession dibuja los cimientos del mal en el mundo contemporáneo con maestría. Pues en realidad, no quiere hablar de lo malos que son todos los ricos sino de lo cabrone...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Decía Carlos Boyero hace algunas semanas en su columna que todos son unos cabrones en Succession y que la serie le aburre porque se limita a relatar la prescindible existencia de una familia de forrados donde todos se convierten en malas personas con tal de alcanzar el poder del anciano patriarca. A mí, en cambio, me parece que Succession dibuja los cimientos del mal en el mundo contemporáneo con maestría. Pues en realidad, no quiere hablar de lo malos que son todos los ricos sino de lo cabrones que todos podemos llegar a ser. Dicho de otro modo, explica por qué es tan perra esta sociedad y esta forma de vivir nuestra. Y no, no es por el dinero, el poder o las herencias, desde luego no solo. Voy a intentar explicarme con ayuda de esta ficción.
En primer lugar hay que situar al patriarca. Logan Roy es el dueño del conglomerado empresarial Waystar Royco, que se dedica exclusivamente a la comunicación. Él tiene los medios ergo tiene el poder. Un poco como el ciudadano Kane de Orson Welles —inspirada en la vida del magnate de la prensa William Randolph Hearst— solo que ochenta años después. Los hijos, infelices, creen que el poder de su padre declina porque se ha hecho viejo. Pero no es cierto, porque lo que de verdad está pasando es que los medios de comunicación tradicionales —y sus prescriptores y sus dueños y hasta sus espectadores y lectores—están perdiendo su lugar en el mundo. Hay algo de nuestra historia que se está desdibujando y todos los nacidos analógicos podemos sentirlo.
Así, no solo se cuenta el declive del viejo Logan sino del mundo que él conoció, que entendió y que manejó. Los hijos, los jóvenes, están (¿estamos?) dispuestos a cualquier cosa para ocupar el lugar del poderoso padre, para devorar el cadáver que dejan los que se van: el piso en herencia, el puesto de funcionario, la silla en el Consejo, la vicepresidencia del gobierno… Pero Logan se da cuenta de que su imperio morirá con él, incluso antes que él: no hay pues herencia que repartir. De poco le sirven ahora sus televisiones, toda la prensa del mundo, los creadores de opinión que tiene en nómina y hasta la información excelente que podría generar. Qué importa ya todo eso en un mundo donde hasta el presidente de Estados Unidos se comunica a golpe de tuit y el voto se menea a base de fakenews. La comunicación se ha fragmentado en innumerables versiones, tantas como perfiles de Twitter, Instagram o TikTok existen. Entonces ¿quién tiene el poder ahora?, ¿de quién es la información?, ¿existe alguna posibilidad de alcanzar la verdad? Logan comprende que los nuevos medios son dueños de los nuevos mensajes y que todo eso es capital de las grandes tecnológicas. De modo que elige rendirse a su poder y claudica para subsistir. Aviso de spoiler: en el último capítulo el viejo vende su imperio a una suerte de joven Zuckerberg.
“It´s over. Saturno vuelve a devorar a sus hijos”, me escribió una amiga cuando terminó esta temporada. Y tiene razón. Al final, el metaverso gana la partida y los bárbaros, los bitcoins, las fakenews, el mundo virtual y toda su arbitrariedad (y su modernidad) llegan al centro del imperio, igual que los bárbaros saquearon Roma. Claro que los bárbaros nunca quisieron acabar con Roma. Al contrario, los bárbaros de todos los tiempos sueñan con ser Roma. Por eso en el último episodio, un joven ario, rubio y perfecto como un holograma se compra el imperio del viejo sentado junto a él en un jardín del lago de Como. Toda una civilización se destruye y se olvida con la frivolidad con que dos hombres toman el té. Y aquí Logan se revela como un Gatopardo americano, la misma historia pero ya sin la sofisticación ni la belleza italianas. En este sentido entiendo que Carlos Boyero, quien tanto disfrutó con el príncipe Salina en la película de Visconti, no logre hoy conectar con el viejo patriarca. La verdad es insufrible sin belleza que la soporte. Pero la historia no cambia y la mirada de Brian Cox no es tan distinta de la de Burt Lancaster despidiéndose de todo lo que ha sido y ha amado.
De modo que Logan es el único que entiende el mundo tal cual es. Así, aunque los jóvenes arden de cambio y de deseo, resulta que solo la experiencia es capaz de entender lo que está pasando. Al menos así es en Succession. El drama contemporáneo, el origen de todos nuestros males, es que cuando solo existe la posibilidad de rendirse o de luchar para quedarse con lo mismo que había antes, es que ya solo hay espacio para los cobardes y los cabrones. Y al final terminan siendo sujetos muy parecidos. O lo que es lo mismo: somos malos cuando no tenemos alternativas. Nos dicen que habitamos el mundo de la posibilidad, que estamos abrumados por las posibilidades, pero eso es mentira. No existe ninguna posibilidad para nadie. Y en este sentido es clave que los protagonistas de Succession sean ricos, no para demostrar que ellos son más despreciables que el resto sino que ni siquiera ellos tienen elección. Que el dinero no da la felicidad ya lo sabíamos, la novedad es que tampoco ofrece la posibilidad. Estamos perdidos y punto.
¿Y los otros? Los nuevos, los que vienen, los modernos, los libres, los jóvenes bárbaros. ¿Qué harán ellos?, ¿con qué clase de mundo sueñan? Está dicho: quieren ser Roma. En cuanto alcancen sus objetivos pasarán a ser unos auténticos cabrones y su creación consistirá en destruir todo lo conocido. Así son las nuevas guerras, tan transformadoras, demoledoras (y masculinas) como todas las anteriores. Algunos dirán que es el dinero, que lo pudre todo. Y se equivocarán, no es el dinero lo que nos convierte en malas personas, sino algo mucho peor: nuestra visión del mundo. Por eso los hijos desesperados claman al padre al final: ¿es que no te das cuenta de que si vendes solo tendrás más dinero? Ellos, claro está, no necesitan una fortuna que ya disfrutan, sino que ansían el reconocimiento de los demás, persiguen su razón de ser en el mundo, necesitan sentido vital. La desgracia es que la buscan, quizás como todos nosotros, justo donde jamás la encontrarán. Son malas personas, no les gusta el mundo que les ha tocado y además son infelices. La pregunta es cuántas veces más se contará esta historia.