Liberalismo cruel

El reclamo de “hacer lo que uno quiera” está relacionado con un individualismo ramplón e irresponsable que ignora la vida en común. Le ha servido a Isabel Díaz Ayuso para defender su gestión política

La presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, el 29 de diciembre tras el Consejo de Gobierno.Isabel Infantes (Europa Press)

El liberalismo es una doctrina política que se remonta al siglo XVII. Su centro es el individuo y su valor nuclear la libertad. Esta tiene principalmente dos sentidos, el político y el moral. El primero subraya los límites al Gobierno, con el que tiene una relación de desconfianza, de prudencia, una relación “fría”. El liberalismo defiende los derechos del individuo frente a toda intromisión posible del Gobierno. Nació para poner límites a la monarquía absoluta, que no reconocía al individuo como sujeto de derechos sino al súbdito. Sus fundadores teorizaron que el Estado nació para garantizar ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El liberalismo es una doctrina política que se remonta al siglo XVII. Su centro es el individuo y su valor nuclear la libertad. Esta tiene principalmente dos sentidos, el político y el moral. El primero subraya los límites al Gobierno, con el que tiene una relación de desconfianza, de prudencia, una relación “fría”. El liberalismo defiende los derechos del individuo frente a toda intromisión posible del Gobierno. Nació para poner límites a la monarquía absoluta, que no reconocía al individuo como sujeto de derechos sino al súbdito. Sus fundadores teorizaron que el Estado nació para garantizar la seguridad, esto es, la vida, y la propiedad. Si no lo hace pierde su legitimidad. La vida está por encima de la propiedad, sin aquella no se puede poseer. Hobbes —que no era un liberal— teorizó el fundamento del Gobierno y de una sociedad que le obedece si garantiza la seguridad y la propiedad, esta última subrayada por Locke.

Por tanto, en una situación de desastre como la que ha creado la pandemia, la vida constituye un valor básico. Siempre lo ha sido para las sociedades seculares. Detrás de ella está la propiedad, y en el contexto actual, la economía. Vida, libertad, economía, ese es el orden.

Isabel Díaz Ayuso centró en la libertad su retórica electoral. Una libertad sin matices, plana, como mera libertad de movimientos sin restricciones. Una libertad positiva consistente en hacer lo que uno quiera, afín a un individualismo ramplón e irresponsable. (Diríase que su marco es el del libertarismo de Reagan, Thatcher o Friedman, de infausto recuerdo). La libertad de Ayuso se concreta en no poner límite alguno a la hostelería, nicho probado de contagio masivo, así como de hacer recaer en la “responsabilidad” de los individuos —que no ciudadanos— llevar o no la mascarilla. La libertad que Ayuso preconiza está teñida de una sospechosa afinidad con un sector particular. Las terrazas que han invadido Madrid y acabado con el descanso de millares de vecinos desoídos en sus quejas desde hace decenios ven ahora perpetuadas sus licencias sine die. Ello genera una crueldad intolerable y un descuido total de la ciudadanía. Con todo, su retórica salvífica de libertad y empleo le dio réditos electorales. Era simple, directa y agresiva. Su eslogan de “libertad” está inspirado en la dicotomía de los republicanos estadounidenses de “libertad o socialismo”, propio de un país antiestatista y cuyo individualismo extremo —el excepcionalismo de Lipset— nada tiene que ver con el liberalismo europeo.

Además de su sentido político, la libertad liberal posee un sentido moral, el que dio lugar a la tolerancia, los derechos, la valoración de la vida privada, y la libertad negativa. Esta significa que mi libertad tiene un límite en el daño que mi acción produce en el otro: no llevar mascarilla en espacios cerrados y la apertura de bares y discotecas sin límite de horario atenta contra la vida del prójimo. La libertad no es, pues, un bien en sí, ni una posesión individual sino una relación en comunidad. Por eso no puede ser sólo libertad de movimientos como creen los que apelan a las “libertades individuales”.

Acercándose a lo moral pero en clave populista, Ayuso apela ahora al “bienestar emocional” de los ciudadanos: el límite horario de la hostelería produciría “muchas depresiones”. (Nada se habla de que el cierre de museos, bibliotecas, cines y salas de concierto también.) Poner coto a la libertad es, afirma la mandataria, una “medida totalitaria”. De nuevo late la dicotomía “libertad o socialismo”, el marco cognitivo y electoral de la extrema derecha norteamericana libertaria, no liberal. Ayuso tiene un discurso ideológico que los habitantes de la comunidad que preside han de soportar en la ciudad más contaminada y más ruidosa de Europa y con mayores índices de covid. Se apela al “autocuidado”, un concepto autorreferenciado, propio de la autoayuda, que ignora el deber con el prójimo.

El liberalismo es el esperanto moral y político de Occidente desde el siglo XIX. Malo es que se convierta en un credo ramplón que pone en peligro millones de vidas. Más que al autocuidado, habría que apelar a la virtud ciudadana. Pero ésta hay que construirla. Es el resultado de los hábitos morales de los ciudadanos que crean unas instituciones responsables —los gobiernos en primer lugar—, que hacen leyes justas. Así, los ciudadanos confiarían (el índice de desconfianza institucional está creciendo en nuestro país) en instituciones que elaboran leyes y normas que a la vez modelan sus mores o costumbres. La libertad de elección egoísta se sustituiría por la virtud ciudadana.

El de Ayuso es un liberalismo cruel, afín a un optimismo irresponsable y a una política electoral interesada que trata a los ciudadanos como niños. Madrid es una ciudad de muy alto riesgo sanitario y político. Tendremos que pedir todos rendimiento de cuentas en las próximas elecciones.

Más información

Archivado En