Djokovic y los lobos

Todos pueden reivindicar sus derechos individuales, pero nadie debe aplastar los derechos de los demás a no ser deliberadamente infectados por otro

Seguidores de Djokovic se manifestaban este fin de semana en los alrededores del Park Hotel, en Melbourne, donde el tenista serbio fue confinado.LOREN ELLIOTT (REUTERS)

Lo extraño es que de repente enmudezca. Únicamente reniega de que su hotel para inmigrantes con papeles dudosos no sea un Ritz de mimados. O lanza invectivas indirectas, vía abogados. O esotéricas, por boca del locuaz papá, quien le llama “luz”, “Espartaco”, “Cristo”.

Pero él calla sobre el fondo del asunto que le tiene retenido en Melbourne, al menos hasta hoy. Calla como solo callan quienes se sienten en falso. Igu...

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Lo extraño es que de repente enmudezca. Únicamente reniega de que su hotel para inmigrantes con papeles dudosos no sea un Ritz de mimados. O lanza invectivas indirectas, vía abogados. O esotéricas, por boca del locuaz papá, quien le llama “luz”, “Espartaco”, “Cristo”.

Pero él calla sobre el fondo del asunto que le tiene retenido en Melbourne, al menos hasta hoy. Calla como solo callan quienes se sienten en falso. Igual que ayer, en 2020, clamaba, desafiante, contra la vacuna del coronavirus —cuyo rechazo le paraliza ahora—, con el impune desenfado del negacionista activo: “No me gustaría que nadie me obligase a vacunarme para poder viajar”.

Todo llega. Incluso para quien se identifica con los lobos (“son mis guías espirituales”, confiesa), prolifera en desplantes a lo John McEnroe o alimenta las arcas sentimentales de un nacionalismo, el serbio, que se mostró mortífero en el siglo XX.

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El destino deportivo del tenista balcánico Novak Djokovic se dirimirá hoy por la justicia australiana: podrá retar el eterno empate con sus pares Rafael Nadal y Roger Federer, o volverá cabizbajo a casa, donde le esperarán, rugientes, los sentimientos heridos de miles de seguidores jaleados por su Gobierno.

A juzgar por los datos públicos incompletos que sobre el caso conocen los ciudadanos, los jueces deberían inclinarse por la prohibición de circular por el país —y, por tanto, de saltar a la cancha— dictada por las autoridades de fronteras. “No hay casos especiales, las reglas son las reglas”, como dijo el primer ministro federal Scott Morrison. Pero el jugador no se vacunó: haber contraído el virus no figura entre las exenciones que permiten deambular: contra el criterio de la federación australiana, apoyada por el Estado de Victoria, sede del Abierto al que acudía.

Claro que los jueces son a veces inescrutables. Y el caso es fascinante. Exhibe aristas, dilemas, contradicciones. Entre el Gobierno federal (liberal) y el estatal (socialdemócrata); entre los 26.000 permisos denegados y el que reclama el tenista; entre la fama y la igualdad de trato; entre el vigor del derecho individual y la primacía de los colectivos; entre el esfuerzo rigorista de un país que se confinó nueve meses seguidos y la frivolidad de quien, un 16 de diciembre y ya contagiado, surgía mezclado y sin mascarilla en un evento público, y al día siguiente, también. ¿Libertad de no vacunarse o licencia para contagiar?

Todos pueden reivindicar sus derechos individuales (y gestionar sus éxitos y flaquezas). Pero nadie debe aplastar el de los demás a no ser deliberadamente infectados por otro. Ni siquiera por el rey de los lobos, aunque papá le vea un Espartaco.

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