Perdona nuestras deudas
Decirle al que no tiene dinero lo que debe hacer con él es un vicio comparable a señalarle al ladrón de comida los pasillos del supermercado en los que puede robar
Hace años, en la calle Echegaray de Pontevedra, había un tipo que siempre que le daba dinero a un yonqui le advertía, muy serio: “¡Pero para drogas, eh! Que no me entere yo de que te lo gastas en comida”. Pensé en él cuando vi el vídeo viral en el que, presuntamente, una turba se abalanza sobre un hombre que salió del Lidl con una caja de gambas. “Esta gente le dio dinero para heroína, y resulta que al hombre se le echó encima la Nochebuena y se distrajo...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Hace años, en la calle Echegaray de Pontevedra, había un tipo que siempre que le daba dinero a un yonqui le advertía, muy serio: “¡Pero para drogas, eh! Que no me entere yo de que te lo gastas en comida”. Pensé en él cuando vi el vídeo viral en el que, presuntamente, una turba se abalanza sobre un hombre que salió del Lidl con una caja de gambas. “Esta gente le dio dinero para heroína, y resulta que al hombre se le echó encima la Nochebuena y se distrajo con el marisco”. Pero no, al parecer estaba robando. Y eso a la gente la volvió loca, supongo, porque está por nacer el multimillonario alemán dueño de una cadena de supermercados por el que ellos no den la vida. Me parece bien. Hay prioridades y una es esa, que del súper no salga una gamba sin pagar.
El vídeo, en fin, es lo de menos; lo importante son las reacciones. El tipo de la calle Echegaray cumplía, de manera poco ortodoxa, esa máxima del caritativo que dice que solo se debe dar dinero cuando se acompañan indicaciones de lo que se debe hacer con él. Una especie conocida es la del buen samaritano que, ante la petición de limosna, dice que él dinero no da, pero acompaña al pobre al súper a comprar un poco de comida. De esta forma, quiere apartarlo de los vicios o, algo aún peor, de los lujos. Cuando le dicen que no, el samaritano se siente aún mejor que comprándole una baguette. Se trata del “ajá” del que escribí aquí hace años, cuando se descubrió en Pontevedra que un mendigo tenía un piso. ¡Pues claro que tenía un piso, para qué iba a pedir dinero si no! Pero los suspicaces ciudadanos usaron el “ajá” que servía para no darle dinero nunca y justificar no habérselo dado, ni a él ni a nadie, jamás. El mismo “ajá” de aquel inspector de Servicios Sociales en La brecha de Mat Taibbi que vio en el piso de una mujer violada unas braguitas muy sexis y las acusó de ser el arma del delito.
Uno de los reproches más exaltados a ese supuesto ladrón de gambas de Alicante, y de cualquier otro sitio, es que si de verdad tenía hambre podía haber robado otro producto. No basta con ser pobre, hay que saber serlo. Decirle al que no tiene dinero lo que debe hacer con él es un vicio comparable a señalarle al ladrón de comida los pasillos del supermercado en los que puede robar. Se preocupan por su dieta. Y si hace caso, tendrá de su parte al moralista. A ese moralista, en el fondo, le dan igual las necesidades del pobre pues atiende primero a la suya: que le obedezcan. Hay una leyenda preciosa al respecto sobre el padre de Emilio Botín. Cada mañana se encontraba con un mendigo pidiendo limosna “por el amor de Dios”, y nunca le daba un duro. Hasta que el mendigo, ya desesperado, le pidió dinero “por el amor de Dios y de la Virgen santísima”, y el banquero sacó el duro del bolsillo y dijo: “Con dos avales, sí”.
El compositor Manuel Alejandro contó hace unos meses que empezó a tener problemas con la religión cuando sacaron del Padrenuestro el “perdona nuestras deudas” para dejar sitio a los ofendiditos (“perdona nuestras ofensas”). “Para los que lo pasábamos mal”, dijo, “eso era lo único a lo que nos podíamos agarrar, que nos perdonasen las deudas”. Esa gente que se echa encima de un tipo que roba comida lo pasaría mal sin dinero, pero por lo visto lo pasa peor con él.