No cancela quien quiere, sino quien puede
Lo políticamente correcto se está convirtiendo más en un instrumento con fines antidemocráticos, que en un instrumento en defensa de minorías y de vulnerables, en algo más peligroso que solidario
La frase del título no es mía, se la escuché a Ana Iris Simón hace unos días en un podcast. Hacía referencia a la cultura de la cancelación, que tan de moda está en estos últimos tiempos, en la que los autodenominados jueces de lo políticamente correcto, desde un determinado sector que se proclama de izquierda, se abalanzan, por lo general en redes sociales, contra una persona por emitir una opinión distinta a la que ellos esperan, que suele ser, a su juicio, no favorable a un colectivo que se presenta como vu...
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La frase del título no es mía, se la escuché a Ana Iris Simón hace unos días en un podcast. Hacía referencia a la cultura de la cancelación, que tan de moda está en estos últimos tiempos, en la que los autodenominados jueces de lo políticamente correcto, desde un determinado sector que se proclama de izquierda, se abalanzan, por lo general en redes sociales, contra una persona por emitir una opinión distinta a la que ellos esperan, que suele ser, a su juicio, no favorable a un colectivo que se presenta como vulnerable.
La periodista Ana Iris Simón, víctima del intento de la cultura de la cancelación tras la publicación de casi todas sus colaboraciones en prensa, argumentaba que ella, frente a otras “víctimas”, tenía la suerte de que no se hiciera efectiva, es decir no le impidieran seguir escribiendo. Porque de eso se trata la cultura de la cancelación, de que tú y/o tus opiniones y trabajos, acaben proscritos, expulsados del panorama público y cultural. Parece que, cuanto más famosa es la víctima, menos efectiva es la “cultura” de la cancelación.
El primer afectado de las cancelaciones fue el humor: aquellos chistes que mencionan colectivos “desfavorecidos” no gustaban por poco respetuosos, olvidando por completo la función irónica del humor; pero luego las afectaciones han ido más allá de lo lúdico. Se ha llamado a la quema de libros, se han cambiado denominaciones históricas para no ofender, se han boicoteado películas, columnas de diarios, libros, videojuegos, anuncios publicitarios… Sin ir más lejos, hace unos días el consejo escolar de Toronto rechazó una charla de la premio Nobel Nadia Murad, iraquí de ascendencia yazidí torturada por los yihadistas, porque podía “fomentar la islamofobia” (parece que los vulnerables a proteger aquí eran los islamistas, no las torturadas que han sufrido su violencia).
El asunto es tan preocupante que el pasado año logró el consenso entre intelectuales de diferente perfil ideológico para denunciarlo en un manifiesto en la revista estadounidense Harpers. Allí lo firmaron desde Noam Chomsky a Salman Rushdie, de J.K. Rowling a Margaret Atwood, todos ellos sintiéndose amenazados por la cultura de la cancelación.
Cómo a nadie en su sano juicio se le va a ocurrir ir contra las palabras libertad, democracia, derechos, respeto a la diversidad… que son las utilizadas por los que cancelan para justificar su acto. Así pues, aquellos contrarios a esa cancelación se callan, y con su silencio justamente alimentan aquello con lo que no estaban de acuerdo.
Las hordas canceladoras siempre lo hacen bajo la bandera de la defensa de alguna víctima de algo. Está claro que, como explica Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima: “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha y promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”. ¿Cómo se nos ocurre acusar a una víctima de ser culpable o responsable de algo? Imposible, claro. La víctima es intocable y en nombre de la defensa de la víctima se puede cancelar a cualquiera bajo la acusación de “agredirla”.
Y no olvidemos que no solo se llama cancelación, sino cultura de la cancelación, y una cultura lo engloba todo, porque apela a crear un determinado clima ideológico, y ese clima lo que pretende es una hegemonía cultural que establece lo que puede decirse o no, lo que puede opinarse o no, hasta acabar creando una sociedad intimidada en la que muchos callan por miedo al aislamiento. En definitiva, la cultura de la cancelación acaba siendo una amenaza contra la libertad de expresión, que actúa contra la sociedad civil de la mano de grupos que se otorgan el marchamo de “hacer lo moralmente correcto”, lo que implica que los demás, claro, que no lo hacen, no son moralmente aceptables y, por lo tanto, hay que cancelarlos.
¿Lo políticamente correcto se está convirtiendo en una amenaza para la libertad de expresión en pleno siglo XXI que se extiende a todas las ramas de la sociedad? ¿Estamos viviendo una caza de brujas 2.0? ¿Molesta que se haya vivido una redistribución del poder en el ámbito de la opinión? ¿Acabaremos viviendo un clima de conformismo ideológico que ahoga la libertad de expresión oculto bajo el paraguas de la lucha social y de la discriminación? ¿Le está arrebatando la izquierda a la derecha acciones como la censura y la persecución bajo la coartada de una falsa solidaridad con los débiles?
Visto lo visto, una tiene la sensación de que la cultura de la cancelación es más un instrumento con fines antidemocráticos que un instrumento en defensa de minorías y de vulnerables, lo que la convierte en algo más peligroso que solidario. Y acaba generando un círculo vicioso pernicioso, porque es en nombre de la inclusión que se excluyen determinadas ideas. Como dice Slavoj Zizek, “a menudo la noción de tolerancia enmascara a su opuesto, la intolerancia” y acaba generando monstruos.