Evocación
Alejandro Urdapilleta me dijo en nuestra primera entrevista: “Ya me moriré de golpe, en todo caso. En el mejor momento”. Así lo hizo, un día como hoy de 2013
Hace poco alguien lo mencionó en un programa de televisión y dijo: “Era el mejor actor argentino”. Pienso siempre en él. Es como si quisiera invocarlo, robarle un secreto. Un día nos encontramos por casualidad en una galería de arte y, aunque yo creía que ya no me recordaba, me sonrió y mostró unos colmillos como para crucificarse. Con una copita de champaña en la mano, junto a una enredadera que era más bien un comentario vegetal, algo decorativo, me dijo: “Ah, la periodi...
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Hace poco alguien lo mencionó en un programa de televisión y dijo: “Era el mejor actor argentino”. Pienso siempre en él. Es como si quisiera invocarlo, robarle un secreto. Un día nos encontramos por casualidad en una galería de arte y, aunque yo creía que ya no me recordaba, me sonrió y mostró unos colmillos como para crucificarse. Con una copita de champaña en la mano, junto a una enredadera que era más bien un comentario vegetal, algo decorativo, me dijo: “Ah, la periodista”, y me dio un beso con respeto raro. Lo entrevisté algunas veces. La primera en 2007, en un tugurio de la calle Tacuarí, de Buenos Aires. Yo me había intoxicado con algo, tenía náuseas profundas. Él no paraba de pedir “vodkita” y quería que yo también bebiera para “asentar el estómago”. Me dijo que odiaba la palabra “ahorrar”, y “la seguridad de tener la vida planificada, y la jubilación”. De a ratos —muchos ratos— no le gustaba actuar. Había sido el mejor haciendo Shakespeare en salas de prestigio, pero también en las catacumbas de aquello que se llamaba under en los años ochenta, haciendo personajes como Isadora Huevo, o Zulema Ríos de Mamaní, testiga de la luz carismática del Pájaro Chohuís y profesora de danzas regionales en el círculo boliviano. Actuaba como si estuviera a punto de cometer un asesinato. Había en él algo trágico, fatídico, peligroso. Una especie de desesperación. Como si el talento fuera, a la vez, una desgracia. Irradiaba una luz de daño, parecía un santo remitido desde el infierno. Yo lo admiraba con una devoción que me daba vergüenza y que trataba de ocultar. En esa primera entrevista me dijo: “Ya me moriré de golpe, en todo caso. En el mejor momento”. Se murió de golpe, en el mejor momento, un día como hoy de 2013. Tenía 59 años. Se llamaba Alejandro Urdapilleta. Yo no lo entrevistaba: peregrinaba hacia él. Quería estar así de viva, ser así de voraz. Pero me parece que solo logré estar desesperada.