La vacuna contra la tristeza, los buenos y los fuertes
Nuestra cultura necesita una revisión profunda sobre las cosas que nos salvan de las fantasías, las ilusiones y los miedos. Sobre el entrenamiento social en esa valiosa capacidad humana que consiste en amar las cosas por sí mismas
Todos hemos estado tristes alguna vez, pero quizás nunca antes ha habido tanta gente triste al mismo tiempo. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes en España y las cifras son semejantes en el resto del mundo. Según los estudios, no es exagerado afirmar que nos enfrentamos a la pena más grande de todas cuantas el mundo ha conocido. De la tristeza individual tratada en terapia, pasamos a una aflicción social y global que exige una cura ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Todos hemos estado tristes alguna vez, pero quizás nunca antes ha habido tanta gente triste al mismo tiempo. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes en España y las cifras son semejantes en el resto del mundo. Según los estudios, no es exagerado afirmar que nos enfrentamos a la pena más grande de todas cuantas el mundo ha conocido. De la tristeza individual tratada en terapia, pasamos a una aflicción social y global que exige una cura capaz de atravesar (y sanar) el tejido social. La tristeza antes de la covid consistía en la pérdida de algo, una despedida íntima, desoladora e individual. A lo largo de la vida podemos perder las certezas, las seguridades, los amigos, el amor, a nuestros seres queridos. La diferencia con la tristeza pospandémica es que, de repente, muchas personas perdieron todas esas cosas de golpe. Peor aún, fuimos millones de almas concurrentes las que compartimos la misma aflicción. Una pena simultánea que la humanidad ha conocido por vez primera en el año 2020, en tanto apareció una amenaza para la que no había escapatoria en ningún lugar del mundo. Y si bien la negación ha sido (y sigue siendo) la guarida de las personas más asustadas (y con menos empatía) del planeta, también a ellos les ha alcanzado la pena, en su caso en forma de ira que no es otra cosa que el eco bronco de su pena.
Algunos dirán que la tristeza ha existido siempre y que su anatomía no ha cambiado. Después de todo, desde el principio de los tiempos hasta hoy, quien sufre una pena piensa que es eterna y que es inacabable. La cuestión es que, ante una dolencia de este tipo, la única salvación, más allá del rescate momentáneo de los fármacos, solo puede ser mirar hacia otra parte, allí donde la pena no alcance a llegar con su mancha negra. Y para conseguir esa proeza suele ser necesaria la ayuda en forma de terapia o de medicación. Sin embargo, por primera vez sucede que no hay lugar donde mirar. Que ya no es posible imaginar una sola esquina libre de amenaza.
Y vale que al principio volvimos todos a leer a Albert Camus y a Daniel Defoe y comparamos esta pandemia con otras pestes, pero lo cierto es que aquellas produjeron sentimientos nacionales y, como mucho, continentales. Y si afectaron a todo el mundo a la vez, lo cierto es que la mayoría no lo sabía y desde luego no lo sentía. Sin embargo, en esta ocasión, la información se ha desplegado también de forma viral, simultánea y concurrente y esto es algo que si bien no modifica la realidad, desde luego sí cambia (radicalmente) la forma en que nos relacionamos con ella.
El sentimiento es nuevo, de acuerdo, pero una vez que hemos aprendido a sentirlo, resulta además que no podemos dejar de experimentarlo. Porque si algo nos gusta a los humanos es repetir una y otra vez lo que sabemos hacer. Por eso podemos afirmar que, más allá del aspecto epidemiológico, desde el punto de vista sentimental, la covid nunca se irá. Hemos aprendido a sentir la realidad de manera asfixiante y universal y ahora no podemos dejar de hacerlo. En una misma semana podemos hablar de crisis global de mercancías, de desabastecimientos internacionales, del poder de las superbacterias, de que pronto los niños morirán por una herida en la rodilla o de que en unos años solo seremos felices en realidades virtuales que Marc Zuckerberg explotará comercialmente. Manejamos estas ideas como si formaran parte de lo real y, sin embargo, son todo hechos con un pie en la verdad y otro en la semántica de la amenaza universal. El mundo, por mucho que la ciencia y la estadística quieran avanzar o medir, será siempre como nos lo imaginemos. Y ahora lo imaginamos triste y asfixiante. Por eso cada día lo será más.
La pregunta entonces es ¿cómo salimos de aquí?, ¿existe una vacuna para la tristeza? Se demanda mayor atención psicológica para quienes lo padecen y es evidente que es imprescindible. Sin embargo, para no colapsar el sistema, urge una solución radical, cuya inoculación sea masiva, capaz de atravesar nuestra educación, nuestro sentido de la solidaridad y nuestra idea misma de progreso. Los tratamientos psicológicos son paños calientes para los que ya han sido contagiados, pero nuestra sociedad y nuestra cultura necesitan una revisión profunda sobre las cosas que nos salvan de las fantasías, las ilusiones y los miedos. ¿Y qué cosas son esas? Pues básicamente todas las que hemos denostado, todas las que durante años han sido expulsadas de la vida pública, de la agenda política y de la prioridad social. Medicinas tales como la poesía, la filosofía, las “lenguas muertas” (cuyo nombre habla de lo que hemos hecho con ellas), el conocimiento y, en definitiva, el entrenamiento social en esa valiosa capacidad humana que consiste en amar las cosas por sí mismas.
No existe otro alimento del alma conocido, sin embargo, al mismo tiempo, cada vez es más difícil amar las cosas por lo que son en un mundo donde todo está impregnado de utilidad e intereses. Porque ¿cómo sabemos que amamos algo (o alguien) por lo que es? La pregunta es difícil, aunque una primera aproximación podría sugerir que el amor a las cosas es justo lo contrario que la utilidad de las cosas. La vacuna contra la tristeza consistiría pues en amar lo inútil. Por ejemplo, estudiar es un alimento del alma, sí, pero estudiar griego es más consolador para los jóvenes discípulos deseosos de aprender que para quienes aprenden inglés por la necesidad de rellenar un currículum. Leer es otro alimento, sí, pero no es lo mismo abrir el periódico con avidez informativa que abrir un libro de poemas de Wislawa Szymborska. La poesía es un superalimento del alma, eso está claro. Pero ahí está, marginada y amontonada en el trastero de las cosas inútiles. En este sentido, un plan de contingencia contra la tristeza podría comenzar por subvencionar recitales de poesía, habilitar centros comerciales a propósito o desarrollar un festival de filosofía en el Zendal.
“Dios iba a creer en un hombre/ bueno y fuerte, / pero el bueno y el fuerte/ siguen siendo dos hombres diferentes”. Estos versos los escribió Szymborska a propósito del siglo XX. Es imposible leerlos sin que la amenaza sucumba a su humanidad. Quizás, el primer paso para amar las cosas por sí mismas sea sabernos mortales.