Peinar canas
Os recomiendo el libro ‘Yo, vieja’, de Anna Freixas, en el que la socióloga feminista exige el derecho de las mujeres a ser viejas y, además, parecerlo
Me están saliendo canas en las cejas, además de en la cabeza. Así leído puede parecer una chorrada, y lo es, de acuerdo. Pero es una faena y no pequeña. Lejos del bulo de que, por cada una que te arranques, te salen siete, puedo certificar y certifico que, a mi provecta data, si te extirpas un pelo, da igual de dónde, no te vuelve a salir ninguno, ni blanco, ni negro ni verde. Salvo en el bigote, que debe de ser la última reserva de queratina del desierto y, a la...
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Me están saliendo canas en las cejas, además de en la cabeza. Así leído puede parecer una chorrada, y lo es, de acuerdo. Pero es una faena y no pequeña. Lejos del bulo de que, por cada una que te arranques, te salen siete, puedo certificar y certifico que, a mi provecta data, si te extirpas un pelo, da igual de dónde, no te vuelve a salir ninguno, ni blanco, ni negro ni verde. Salvo en el bigote, que debe de ser la última reserva de queratina del desierto y, a las 24 horas de expurgártelo, te despuntan los cañones de Navarone. En las cejas no, lo he constatado personalmente. Así que, encima de cana, me estoy quedando calva de esa zona. La menopausia, entre otras delicias, te reserva la tormenta perfecta. Se te desploman a la vez la melanina, las carnes y los estrógenos. Así me hallo: mirándome cada día al espejo de las lamentaciones y sopesando, a mis décadas, si me tiño o no me tiño, o me tatúo o no me tatúo unas cejas que ríete tú de las de Breznev cuando era Breznev.
En esto tampoco soy pionera. Algunas colegas han aprovechado el confinamiento para dejarse las canas y están estupendas. Por no hablar de Andie McDowell o Sarah Jessica Parker, que se han tirado al monte y exhiben orgullosas melenas grises. Pero una, no sé, sigue presa del yugo del patriarcado, o de la dictadura de la imagen, llámalo X. Así que, mientras resuelvo el dilema, llevo en el bolso un pote de alquitrán para reasfaltarme las rayas en cuanto clarean. Cualquier día me da el Timanfaya —así llamaban mis dilectas herederas a mis sofocos antes de la erupción del Cumbre Vieja— en una terraza esperando a un propio y me sacan en Twitter como la versión señora del enamorado de Tadzio en Muerte en Venecia. En fin. Todo este estriptís para recomendar el libro Yo, vieja, de Anna Freixas, en el que la socióloga feminista exige el derecho de las mujeres a ser viejas y, además, parecerlo. Estoy de acuerdo. Pero, para eso, además de su cerebro, hay que tener sus agallas.