Papeles, por fin papeles

El impulso de la reforma de la ley de extranjería permite seguir mejorando la difícil gestión de la inmigración de jóvenes y menores no acompañados

Menores inmigrantes deambulando por el centro de la Ceuta.Joaquín Sánchez

La gestión de la inmigración irregular plantea enormes desafíos en todas las sociedades democráticas, pero la lucha contra el tráfico de personas no justifica transigir con una exclusión social que vulnera los derechos humanos y acaba provocando más daños de los que pretende evitar. Eso es lo que durante demasiado tiempo ha ocurrido con el tratamiento de los menores migrantes no acompañados que han llegado a España y que, ante la imposibilidad de una repatriación a sus países de origen, han acaba...

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La gestión de la inmigración irregular plantea enormes desafíos en todas las sociedades democráticas, pero la lucha contra el tráfico de personas no justifica transigir con una exclusión social que vulnera los derechos humanos y acaba provocando más daños de los que pretende evitar. Eso es lo que durante demasiado tiempo ha ocurrido con el tratamiento de los menores migrantes no acompañados que han llegado a España y que, ante la imposibilidad de una repatriación a sus países de origen, han acabado bajo la tutela del Estado. Tras muchos titubeos y un considerable retraso, la reforma del reglamento de la ley de extranjería permitirá finalmente facilitar la concesión de los permisos de residencia y trabajo cuando los menores migrantes cumplan los 18 años y puedan valerse por sí mismos. Los 15.000 adolescentes y jóvenes menores de 23 años que han migrado solos podrán encarar así en mejores condiciones una integración laboral y social que de todas formas no será fácil: si no lo es para los jóvenes que han nacido en España y tienen una familia que los apoya, menos lo será para quienes carecen de anclajes sociales y emocionales.

Cambiar el reglamento era un requisito imprescindible, pero no suficiente, para asegurar una vía que facilite el arraigo y la integración social. Las trabas que durante años han sufrido para obtener los permisos de residencia y trabajo han dejado a miles de estos jóvenes a la intemperie al cumplir la mayoría de edad, con la paradoja de que se les ha formado en unos oficios que luego no se les permite ejercer. Sin techo y sin poder trabajar, muchos de ellos se han visto abocados a la marginalidad y a la explotación de la economía sumergida. Este bucle de exclusión ha llevado a muchos a tener que malvivir en las calles y algunos han caído en los tentáculos de la delincuencia, alimentando así el discurso xenófobo y criminalizador de la extrema derecha. Los efectos de la reforma no serán óptimos sin un programa de inclusión social que evite que otros jóvenes caigan en la marginalidad en el futuro.

Los actuales recursos son aún insuficientes, empezando por los centros de acogida en los puntos de llegada, que se encuentran totalmente saturados. En Canarias, los dispositivos de acogida albergaban a principios de octubre 2.513 menores no acompañados llegados en el último año y medio, de los que 1.370 aún estaban pendientes del trámite de determinación de edad. Como ha puesto de manifiesto un informe de Unicef con datos de 27 centros de acogida canarios, los menores viven en condiciones de hacinamiento penosas y una escolarización muy insuficiente. Los trámites de documentación son lentos y apenas se han derivado 166 menores a otras comunidades, que también tienen sus centros saturados. No es mucho mejor la situación en la ciudad de Ceuta, donde hay más de 500 menores varados en el centro de acogida y muchos otros, en número indeterminado, que deambulan y malviven en las calles. El miedo a un efecto llamada muy difícil de demostrar y cuantificar no justifica un tratamiento inhumano a los menores que ya han llegado. La reforma del reglamento ha sido el avance eficaz que puede impulsar los que faltan todavía.

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