Una vieja y maldita compañera

El sistema sanitario no ha colocado aún la salud mental en su propio centro cuando ya lo está, desde hace tiempo, en el centro de las personas

Anxo Lugilde en Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

En 1991, un chico de 21 años con talento y un buen trabajo abría las páginas del periódico en el que escribía, La Voz de Galicia, para ver los horarios de los trenes. El objetivo no era ir a ningún lado, sino suicidarse. Esos horarios entonces estaban en la segunda página del diario, así que podría decirse que la lectura de las noticias continuaba tras descartar muy pronto el suicidio. “Era más bien un ejercicio mental, yo no tenía la intención de hacerlo (…) Yo miraba los horarios pensando a qué hora me vendría bien ir hacia ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En 1991, un chico de 21 años con talento y un buen trabajo abría las páginas del periódico en el que escribía, La Voz de Galicia, para ver los horarios de los trenes. El objetivo no era ir a ningún lado, sino suicidarse. Esos horarios entonces estaban en la segunda página del diario, así que podría decirse que la lectura de las noticias continuaba tras descartar muy pronto el suicidio. “Era más bien un ejercicio mental, yo no tenía la intención de hacerlo (…) Yo miraba los horarios pensando a qué hora me vendría bien ir hacia las vías y tirarme. Nunca pasé de ahí”, escribe. Fue cuando empezó a entrar en esa lógica perversa del suicidio. Le relajaba tanto pensarlo, dice, que se acababa durmiendo.

Diez años después ―esto lo recuerdo perfectamente porque yo ya trabajaba en el Diario de Pontevedra― ese joven, Anxo Lugilde, era una de las mejores firmas de la crónica política en La Voz. Lo sigue siendo hoy, en las páginas de La Vanguardia y en los micrófonos de RAC1, además de un empleo a tiempo completo no remunerado del que poder estar orgulloso: un periodista purgado por la radiotelevisión pública gallega de Núñez Feijóo, el hombre al que la izquierda hortera madrileña llama “moderado del PP” porque a 600 kilómetros las hostias no se escuchan tanto como desde la Puerta del Sol.

Lugilde ya no tiene 21 años sino 51, la edad en la que un hombre empieza a comprender que la mejor crónica es la que tiene dentro. Ha publicado A vella compañeira (Luzes, 2021), editada también en castellano por Península y en catalán por Columna. Es una historia impresionante sobre la salud mental, la suya propia, y escrita como solo puede hacerlo uno de los mejores narradores periodísticos de este país. Cuenta su vida entera, desde los veinte años, con la depresión: sus períodos de paz y estabilidad, sus crisis (las últimas, fulminantes: colapsado en directo en dos platós de televisión; la desconexión absoluta del cerebro que le hace sentarse durante dos horas en una calle de Barcelona incapaz de recordar el sitio al que iba, y que tenía enfrente). Lo cuenta, también, con una esperanza y una retranca que estremece, pues de este libro de un depresivo que tiene pensamientos de muerte, que convive con una “vieja compañera” que probablemente no le vaya a abandonar nunca, se sale con unas enormes ganas de vivir. Las ganas de él, desde luego, y las ganas de los lectores, ya que de entre toda la oscuridad de la depresión hay mucha gente dando luz en todas las páginas, levantando acta de la tristeza con una alegría contagiosa.

Al terminar el libro volvió a sufrir el zarpazo. Cada vez más violento. De hecho, al terminar de escribir en ese libro que jamás se tiraría a las vías de un tren porque odiaría, entre otras cosas, hacerle eso a un maquinista, se encontró de golpe semanas después en una estación secundaria escuchando a esa compañera vieja, “venga, que es solo un saltito”. No lo dio. Por muy poco. Sonó el móvil. Se fue al Hospital del Mar para internarse. Anxo Lugilde tiene el valor de contar sus pensamientos más oscuros y sus deseos más secretos porque son los mismos que pueden tener cientos de miles de personas que padecen depresión, una enfermedad y un estigma, ante un sistema sanitario que no ha colocado todavía la salud mental en su propio centro cuando ya lo está, desde hace tiempo, en el centro de las personas.

Sobre la firma

Más información

Archivado En