Consejo de niños repipis
Cualquiera que trate con niños sabe lo fácil que es inducirles cualquier idea y convencerles de lo que sea, por eso la función de una sociedad es protegerlos, no empoderarlos
Lo fácil es agarrarse al chiste, recordar aquel programa en el que Sardá repartía gallifantes a los niños más salados y llamar Asamblea de los Gallifantes al nuevo organismo del Ministerio de Derechos Sociales, el Consejo Estatal de Participación de la Infancia. Dos veces al año, 34 niños de entre 8 y 17 años se reunirán para debatir planes estratégicos y recomendaciones legislativas. La tentación de quedar...
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Lo fácil es agarrarse al chiste, recordar aquel programa en el que Sardá repartía gallifantes a los niños más salados y llamar Asamblea de los Gallifantes al nuevo organismo del Ministerio de Derechos Sociales, el Consejo Estatal de Participación de la Infancia. Dos veces al año, 34 niños de entre 8 y 17 años se reunirán para debatir planes estratégicos y recomendaciones legislativas. La tentación de quedarse en la humorada es feroz, pero voy a intentar esquivarla porque hay un fondo paradójico y perverso más interesante.
Soy de una generación (la X, creo) que lo ha tenido muy difícil para ser adulta. No solo porque se encontró demasiadas cosas en contra, sino por convicción. Ser adulto era para nosotros una excentricidad, y poco a poco convertimos el mundo en un patio de recreo. Por eso, que una sociedad eminentemente infantil busque inspiración en la infancia real roza lo cruel. Hace poco, una multinacional de la moda lanzaba una campaña de ropa sostenible con la imagen y las voces de unos niños muy repipis que reprochaban a los mayores su despilfarro. Los niños providenciales y sensatos son un lugar común desde que salvaron la escuela sometiéndose a una disciplina de mascarillas y prohibiciones de juegos que casi ningún votante de Ayuso soportó. Crear ahora un consejo para que opinen sobre las políticas que les afectan parece lógico: si son como los niños de los anuncios, de ese consejo infantil tiene que salir material político de primera.
¿No estaremos confundiendo sumisión con responsabilidad? Tal vez lo que admiramos de los niños no sea su sentido cívico ni su compromiso con el bien común, sino la docilidad con la que se doblan ante una autoridad que son incapaces de discutir. Decía Foucault que las diferencias entre un colegio y una cárcel eran casi estéticas, pues su función era parecida. Cualquiera que trate con niños sabe lo fácil que es inducirles cualquier idea y convencerles de lo que sea. Por eso la función de una sociedad es protegerlos, no empoderarlos. Echarles encima responsabilidades sobre leyes y planes estratégicos destruye lo más valioso que una comunidad puede regalar a sus niños: la posibilidad de desentenderse, el lujo del ensimismamiento, el ejercicio de la irresponsabilidad pura. Tal vez esos niños felices y despreocupados no sean tan telegénicos como los que echan la bronca a los adultos que no reciclan las botellas de plástico, pero son mucho más necesarios.