Activismo ‘mainstream’
La inmediatez impide la reflexión. Estamos más atentos a reaccionar que a escuchar, la ausencia de una mirada más pausada es una forma de irracionalidad
Existe un abismo entre los problemas y su representación social, pues la manera misma de nombrarlos forma parte de la contienda política. La reciente denuncia falsa de una agresión homófoba es muy ilustrativa, y quizá se puedan extraer algunas lecciones sobre este contexto político y social nuestro, tan marcado por la inmediatez y la sombra vigilante de unas redes sociales que promueven el exceso o la caricatura,...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Existe un abismo entre los problemas y su representación social, pues la manera misma de nombrarlos forma parte de la contienda política. La reciente denuncia falsa de una agresión homófoba es muy ilustrativa, y quizá se puedan extraer algunas lecciones sobre este contexto político y social nuestro, tan marcado por la inmediatez y la sombra vigilante de unas redes sociales que promueven el exceso o la caricatura, también en nuestras militancias. La inmediatez impide la distancia, la reflexión, oscureciendo la posibilidad de una visión más amplia y profunda sobre lo que ocurre. Dice algo sobre todos nosotros, más atentos a reaccionar que a escuchar, y de cómo la ausencia de una mirada más pausada es una forma de irracionalidad.
Dice mucho también sobre la manera de informar; sobre cómo las muertes por feminicidio, la violencia de género o la homofobia llegan demasiado a menudo al debate público desde el sensacionalismo, a través del prisma del entretenimiento, de la catarsis, la conmoción transitoria y su fulgurante desaparición. Piensen en el show de Rociíto. El carácter sistemático de la violencia de género se anula cuando todo se colma de patologías y vivencias individuales, en un espectáculo que dota de tragedia a un relato narrado como destino fatal que acecha al personaje, como si esa violencia obedeciera a fuerzas terribles de la naturaleza que, inevitablemente, conducen a la catarsis final. Lo grave es que ese espectáculo sea aprovechado por políticos de izquierda para colocar sus mensajes sin preocuparse por las implicaciones de esa forma ventajista de representar un problema tan serio. El prisma de entertainment de los programas faranduleros se convierte en retuit por parte de quien debiera ser precavido a la hora de reproducir ese casposo poder paternalista sobre los vulnerables, que los construye como víctimas anuladas por el miedo, haciéndoles perder la confianza y su capacidad de respuesta.
Dice algo, en fin, sobre nuestros actores políticos. Vemos demasiado a menudo la agenda del presidente marcada por el último golpe mediático y comprobamos cómo otros partidos se esfuerzan por ocultar problemas acuciantes. Miren a Vox, sembrando dudas sobre el origen de los agresores, o al PP, tachando de antipatriota madrileño a quien exprese dudas sobre la seguridad en las calles de Madrid. La técnica es vieja y bien conocida: la mejor manera de acallar una crítica es estigmatizar al emisor. Cualquier problema lanzado por la oposición se torna interesadamente en una posición antimadrileña y al final solo queda el ruido. Lo importante es “no ensuciar el nombre de Madrid”, como señaló Almeida, sin que nadie entienda qué diablos significa. La denuncia fue falsa, pero reaccionamos como si la agresión se hubiera producido porque cuadra con nuestros objetivos, con nuestra necesidad de ira y desahogo. Son lecciones difíciles que nos exponen a todos, pues hablan de nuestro oportunismo. Y estaría bien pensar sobre ellas.