Sin avances contra el yihadismo
Dos décadas después del 11-S, ni la amenaza terrorista ha disminuido ni Occidente ha encontrado una estrategia para combatirla
La imagen televisada en directo a todo el mundo de las Torres Gemelas derrumbándose y la del Pentágono incendiado causaron un impacto imborrable en quienes las vieron y en quienes hemos crecido con ellas en la memoria biográfica. Pero con ellas llegaban también tres realidades imprevistas: la existencia de una amenaza incontrolable capaz de golpear cualquier objetivo en cualquier lugar del planeta; la urgencia de adoptar medidas capaces de reducir esa amenaza po...
La imagen televisada en directo a todo el mundo de las Torres Gemelas derrumbándose y la del Pentágono incendiado causaron un impacto imborrable en quienes las vieron y en quienes hemos crecido con ellas en la memoria biográfica. Pero con ellas llegaban también tres realidades imprevistas: la existencia de una amenaza incontrolable capaz de golpear cualquier objetivo en cualquier lugar del planeta; la urgencia de adoptar medidas capaces de reducir esa amenaza potencial y, finalmente, la necesidad de acciones coordinadas que mitigaran el sustrato social que alimenta esta nueva mentalidad terrorista, tanto en Occidente como fuera de Occidente.
Desde aquel momento, la actividad yihadista ha experimentado un sustancial incremento de su capacidad operativa, organizativa y propagandística: lo menos parecido a una victoria, aunque en la tentación de creer en ella incurrió más de un presidente estadounidense. Las posibles diferencias de grupos como Boko Haram, el Estado Islámico o Al Qaeda, entre otros, no interfieren en su objetivo común de atacar con la máxima crudeza los intereses, las creencias y las mismas sociedades de las democracias occidentales.
Solo en Europa occidental se cuentan por ciudades y fechas: Madrid en 2004, Barcelona y Cambrils en 2017, París en 2015, Londres en 2017 o Niza en 2016. Pero tampoco la disyuntiva entre seguridad y libertad ha estado siempre bien resuelta y ha dado lugar a acciones execrables, como el espionaje masivo del Gobierno de EE UU a sus propios ciudadanos, destapado en 2013, en connivencia con servicios de espionaje occidentales que, a su vez, espiaban a sus propios compatriotas. Son episodios que constituyen una vulneración grave de la confianza y los derechos que los ciudadanos depositan en sus propios Estados.
Pero la auténtica mancha sigue siendo la prisión de Guantánamo: en términos jurídicos es una aberración legal incompatible con cualquier Estado de derecho. Pese a las sucesivas promesas de los presidentes estadounidenses —incluido el actual— sigue hoy en día operativa. Finalmente, la cooperación internacional apenas ha logrado calar en la base social que engendra el fundamentalismo islámico como ideología de combate. Durante estos años el mundo árabe se ha visto sacudido por un anhelo de libertad de sus ciudadanos que lejos de cristalizar en sistemas representativos en la mayoría de los casos ha derivado en sangrientas guerras civiles, Estados fallidos o dictaduras.
La caótica retirada de Afganistán no es sino la constatación de una estrategia militar fracasada a la que se ha incorporado durante estos años una cuestionable política de asesinatos selectivos mediante el empleo de drones con numerosas víctimas colaterales inocentes.
Dos décadas después, la ideología que destruyó las Torres Gemelas sigue presente y las democracias no han dado aún con estrategias de lucha eficaces y a la vez irrenunciablemente compatibles con su propia naturaleza. Algunos de los errores del pasado en esa lucha deberían servir para no repetirlos.