Agosto de nostalgias
Quizá el mejor homenaje que podemos hacer a los que nos han precedido es enfrentar nuestros problemas como ellos hicieron con los suyos y, como ellos, intentar dejar a nuestro paso un mundo mejor
Cuando anochece, el sol ya empieza a esconderse por Monteferro. Un poquito más cada atardecer. Sigue siendo la puesta de sol más bonita del mundo, reflejada en el Atlántico, con las islas Cíes y su rotunda presencia de testigo. Entre lusco e fusco, expresión preciosa para definir esa hora, significa para mí justo esa imagen. Al tacto, la arena blanca cosquilleando en los pies y la espuma de una milnueve. De banda sonora, el rumor de las olas que vienen y van, las gavi...
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Cuando anochece, el sol ya empieza a esconderse por Monteferro. Un poquito más cada atardecer. Sigue siendo la puesta de sol más bonita del mundo, reflejada en el Atlántico, con las islas Cíes y su rotunda presencia de testigo. Entre lusco e fusco, expresión preciosa para definir esa hora, significa para mí justo esa imagen. Al tacto, la arena blanca cosquilleando en los pies y la espuma de una milnueve. De banda sonora, el rumor de las olas que vienen y van, las gaviotas, los niños en retirada y, sobre todo, la conversación animada de mi familia. Es la hora de la caña en el chiringuito para cerrar el día de playa juntos. Esa placidez risueña simboliza en el imaginario de mi corazón el verano. Un momento que no quiero que acabe nunca. Puesta de sol, cerveza, conversación compartida y mi familia. Agosto empieza a despedirse y despierta gusanillos de nostalgia en el estómago de los que vuelven al trabajo, cogen la carretera y se despiden hasta el año que viene.
Por suerte, por estos lares septiembre todavía es verano y las puestas de sol siguen. Si me apuras, en nuestro lenguaje familiar incluso octubre lo es. Lo mejor de todo es que, aunque verano sea sinónimo de familia, también lo son otoño, invierno y primavera. Las puestas de sol continúan. Y las cervecitas. Pero sobre todo sigue la conversación risueña y siguen ellos. Ese es el mejor antídoto contra todo lo malo, contra todo lo que duele, incluida la morriña.
Estos días he pensado mucho en la nostalgia del pasado y su poder de seducción, que la convierte en un arma estupenda para huir de los problemas del presente, incluso para enmascarar las bondades actuales. Y es que como cantaba Karina en su baúl de los recuerdos, “cualquier tiempo pasado nos parece mejor”. ¿Vivían mejor nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos...? Tenían casa, tenían estabilidad, tenían hijos, dicen aquellos que enarbolan el desarrollismo yeyé por bandera y cantan como sirenas su oda al pasado.
No dicen que no tenían elecciones, ni las mujeres libertad para abrir una cuenta o para trabajar después de casarse si no quería su marido. Ni lo difícil que era ser padre o madre sin ver morir al menos un hijo. Ni que lo de “todos tenían vivienda” no es un todos general, pues los elevados niveles de desigualdad impedían a un amplio porcentaje de la población acceder a ese bien en propiedad. Del acceso a la educación ni hablamos. Las tasas de paro eran mejores, sin duda, aunque con el pequeño matiz de que las cuentas se hacían con la mitad de la población, porque el mercado de trabajo, como aquel brandi, era cosa de hombres.
Ni todos estos males ni los bienes que cantan los nostálgicos se daban con la misma intensidad en cada momento. La nostalgia tiende a unificar e, igual que sólo guarda en su caja fuerte lo positivo, considera el pasado como una fotografía congelada, homogénea, que sólo enfoca lo que sirve para su razón y convierte la fotografía en una caricatura. Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos vivieron tiempos diferentes a los nuestros, hasta diferentes entre sí. Eso no los vuelve peores que nosotros ni mucho menos, pero recordarlos con cariño, admiración y agradecimiento no obliga a retratar su mundo con el mismo aprecio. Vivieron sus problemas, los enfrentaron y, en buena medida, gracias a lo que construyeron, el mundo de hoy tiene bondades inimaginables para ellos.
Esconderse en un pasado idealizado no soluciona los problemas del presente. Quizá el mejor homenaje que podemos hacer a los que nos han precedido es enfrentarlos como ellos hicieron con los suyos y, como ellos, intentar dejar a nuestro paso un mundo mejor. Como cerraba Karina, clarividente, el estribillo de su baúl de los recuerdos: “Volver la vista atrás es bueno a veces. Mirar hacia delante es vivir sin temor”.