La teta y el algoritmo

Subvertir es, siempre, hacer enemigos. Hoy, sin embargo, parece que implica situarse en un plano estéril donde se pierden los criterios que distinguen lo que es subversivo de lo que no

DEL HAMBRE

Una mujer hierática y hermosa nos mira con los ojos abiertos, enmarcados en el mismo rosa de sus labios y su vestido. La corona virginal contrasta con la banda azul que cruza su pecho con un mensaje provocador: “Puta”. Lo perturbador, por supuesto, está en la identificación desafiante de los opuestos, en la exposición en un mismo plano simbólico y semántico de aquello que creemos erróneamente...

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Una mujer hierática y hermosa nos mira con los ojos abiertos, enmarcados en el mismo rosa de sus labios y su vestido. La corona virginal contrasta con la banda azul que cruza su pecho con un mensaje provocador: “Puta”. Lo perturbador, por supuesto, está en la identificación desafiante de los opuestos, en la exposición en un mismo plano simbólico y semántico de aquello que creemos erróneamente dividido en compartimentos estancos. Se puede ser puta o virgen, pero no las dos cosas a la vez. Eso es lo que desafía la imagen, uniendo perspectivas opuestas, como en un cuadro cubista, para reivindicar la identidad de la mujer libre. Y eso es, muy probablemente, lo que molesta tanto a ese nacionalcatolicismo, todavía tan nuestro, al que quieren regresar los émulos de Orbán en España.

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Lo interesante de esta dislocación es que nos recuerda que habitamos una sociedad sexista donde, por ejemplo, mostrar los senos de una mujer sigue provocando escándalos, pues en las mentes biempensantes trastocan la frontera entre maternidad y sexualidad. El problema con el algoritmo que ha borrado de Instagram el cartel de Madres paralelas, de Almodóvar, no es su puritanismo: solo proyecta la ambigüedad de nuestra cultura en el tratamiento de la mujer. Somos definidas demasiado a menudo como objetos, como mero cuerpo o carne pasiva, expuesta a la poderosa vista del público. Y lo cierto es que el cartel juega con esa misma lógica. En una cultura que tiende a la objetivación, a cosificar todo para su disfrute e intercambio, el cuerpo de la mujer es el fetiche por excelencia. Se la divide en partes y se la presenta por piezas: la mujer es su vientre, sus genitales, una teta. Margaret Atwood habla de esta deshumanización en La mujer comestible, donde la identidad de su protagonista sufre ese mismo cuarteamiento para acomodarse a lo que la sociedad espera de ella.

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Pero los famosos algoritmos imponen un debate simplificado y reductor sobre la libertad artística para impedir que entremos a discutir el dudoso mensaje que transmite el cartel de la película, o que lo juzguemos desde criterios puramente estéticos, más allá de que nos parezca bonito o no. En el caso de Zahara, eludimos hablar sobre los límites de la tolerancia y el problemático papel de una institución pública en estos asuntos, o sobre cómo el componente subversivo que define a una obra de arte, su potencial trasgresor o su propósito de ofender llevan siempre aparejado un precio, una consecuencia. Toda ofensa conlleva un coste, y está bien que así sea. Subvertir es, siempre, hacer enemigos. Hoy, sin embargo, parece que implica situarse en un plano estéril donde se pierden los criterios que distinguen lo que es subversivo de lo que no. Pretendemos escandalizar y gustar a la vez, y quizá sea esa la consecuencia natural de una sociedad donde la palabra subversión solo parece tener ya un valor de mercado.

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