Delitos de odio: peculiaridades españolas

La tentación de continuar el debate político en los tribunales, como ocurre en España, produce un desenfoque que amenaza con distraer del objetivo fundamental de defender a los grupos vulnerables

RAQUEL MARÍN

La discusión sobre los delitos de odio en el espacio público español está desenfocada. Si preguntáramos a la ciudadanía, o incluso a una persona experta en Derecho, qué es un delito de odio, muy probablemente, lo ubicaría en declaraciones insultantes, humillantes y amenazantes contra personas que son o piensan diferente. Las razones son múltiples: raza, etnia, ideología, religión, sexo, género... Proliferan las querellas contra líderes políticos, religiosos o sociales por un tuit, un wasap o unas de...

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La discusión sobre los delitos de odio en el espacio público español está desenfocada. Si preguntáramos a la ciudadanía, o incluso a una persona experta en Derecho, qué es un delito de odio, muy probablemente, lo ubicaría en declaraciones insultantes, humillantes y amenazantes contra personas que son o piensan diferente. Las razones son múltiples: raza, etnia, ideología, religión, sexo, género... Proliferan las querellas contra líderes políticos, religiosos o sociales por un tuit, un wasap o unas declaraciones en prensa, radio o televisión. Demasiadas veces se invocan los delitos de odio, por tanto, al hilo de excesos verbales que acaban en el centro de un escándalo mediático.

El delito de odio, sin embargo, desde una mirada internacional o, simplemente, europea, no tiene tanto que ver con las palabras como con los hechos. No son delitos con palabras (delitos de expresión), sino agravaciones de pena sobre un delito previamente cometido. Y es que los delitos de odio tienen su origen histórico en la violencia de eliminación (asesinatos, palizas…) sea de impronta neonazi o, en el caso de EE UU, ligado a las agresiones contra la minoría negra y su secular discriminación. La expresión delito de odio (hate crime) se acuñó precisamente en Estados Unidos a finales de la década de los ochenta del pasado siglo y, con el tiempo, se ha asentado en los códigos penales de todo el mundo como un incremento de pena anudado a la conducta delictiva cuando ésta se produce por determinados prejuicios. Los delitos de expresión, por el contrario, no están penados en Estados Unidos. Quedan protegidos por la libertad de expresión de acuerdo a una generosa interpretación de la primera enmienda de la Constitución americana.

En Europa, por el contrario, la tradición sí contempla delitos de expresión para casos excepcionales: es el llamado discurso de odio criminalizado (hate speech). Su origen aquí es la amarga experiencia germana y la necesidad de poner un cordón sanitario a los herederos del nazismo. El delito de odio alemán (Volksverhetzung) se hace eco, en el plano penal, de la trágica experiencia de la República de Weimar engullida por la locura hitleriana, después de que los extremismos políticos cavaran la tumba de la democracia. Se controla penalmente su discurso de envenenamiento, fundamentalmente neonazi, sobre la base de un consenso político general inspirado por un modelo institucional de democracia militante. Pero es una excepción acotada y delimitada.

En todo caso, con el paso del tiempo, sea en los países anglosajones o en el círculo cultural europeo, la intervención penal basada exclusivamente en declaraciones públicas incendiarias está muy controlada por los tribunales. Tiene una función como mucho simbólica y de complemento. En términos generales, no se permite que su lógica y sus consecuencias invadan el debate ideológico central de la democracia. La OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa), que es el organismo que mejor recoge anualmente la estadística de incidentes de odio, tiene vetado incorporar a la contabilidad delitos de base puramente ideológica y pone cautelas para registrar los delitos de expresión.

Así las cosas, ¿qué ocurre en España? ¿por qué esta sobrepresencia en los medios y en el debate político de estos incidentes? El problema no es que haya más delitos que en otros países de nuestro entorno. En Alemania, hay más de 8.000 incidentes de odio al año y, en una contabilidad menos estricta, más de 40.000. En Inglaterra y Gales (sin contar Escocia ni Irlanda del Norte), hay más de 100.000 incidentes anuales; y los estudios apuntan a que la cifra negra oculta —no detectada por la policía ni los jueces— podría llegar a los 200.000. En España, sin embargo, según el último informe del Ministerio del Interior, en el año 2019 los incidentes fueron 1.706. No se trata de banalizar: cada incidente es grave y debe tomarse en serio. No obstante, al margen de detalles técnicos, las cifras resultan evidentes: el problema no está en el número.

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El quid de la cuestión es que en España el foco se ha puesto en los delitos de expresión y en el ámbito puramente ideológico. Los partidos políticos tienden a incorporar a su arsenal de enfrentamiento la querella por delito de odio. Ya no es mayoría contra minoría, sino pelea política. Y en esa lucha se acumulan con asimetrías llamativas de aplicación las apologías por terrorismo, por fascismo e incluso por machismo. Es un totum revolutum en el que la ganancia de pescadores es para el extremismo y la desorientación. La estadística del Ministerio del Interior registra hasta 596 incidentes por ideología (35%) como primer grupo, por encima incluso del racismo y la xenofobia con 515 (30%). Se trata de un resultado muy asociado al abuso de estos delitos en el contexto del procés. En Europa, el grupo dominante en la estadística es invariablemente el racismo y la xenofobia, ocupando hasta el 60% o el 70% de los casos. Únicamente en Irlanda del Norte es el sectarismo ideológico el grupo prevalente debido a su pasado de violencia política. Este último dato debería dar qué pensar sobre la deriva que está adquiriendo este fenómeno en España.

Los delitos de odio nacieron para proteger a grupos vulnerables que son una diana habitual por razones de discriminación con profundas raíces históricas y culturales. Son grupos fáciles de identificar y estigmatizar en el espacio social. Cada agresión a uno de sus miembros profundiza la marginación y la agresión al colectivo. Por ello, la clave no es el odio en sí mismo. Si odiar fuera delito, todas deberíamos estar en la cárcel. La clave para entender el daño que merece reproche es si el destinatario de la agresión es un grupo vulnerable; y si a consecuencia de los hechos —y excepcionalmente del puro discurso— se les pone más en peligro, más en la diana, más cerca de una escalada de ataques. No se trata ni siquiera de que sean declaraciones altisonantes, inquietantes o incluso contrarias a valores éticos o constitucionales. El derecho penal debe activarse sólo si contribuye a la incitación eficaz, desencadenando el “paso al acto” de otros agresores, según un contexto de agitación límite.

La preeminencia de lo ideológico tiene el riesgo de desplazar la centralidad de los colectivos vulnerables y acabar por desviar la línea de tutela, dejándolos huérfanos de la protección que necesitan. Además, acaba por envenenar el sano debate democrático. Más aun: a veces se da la vuelta y acaba protegiendo simbólica y realmente al intolerante, por ejemplo, cuando es Vox el querellante después de encender la mecha.

Tomarse en serio los delitos de odio requiere que la policía, la fiscalía y la judicatura actúen con eficacia y mano firme frente a la violencia de eliminación. Requiere, además, claridad en el destinatario a proteger (grupos vulnerables) y prudencia y contención en los delitos de expresión que deben ser residuales, debiendo relegarse a medio plazo su pernicioso protagonismo. Que la seductora tentación de continuar el debate político en los tribunales no acabe por dejar en la estacada a los paganos de la violencia xenófoba, homófoba y tránsfoba. Que no nos distraigan.

Jon-Mirena Landa es director de la Cátedra Unesco de Derechos Humanos, Universidad del País Vasco.

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