La noticia de que las películas de superhéroes están salvando de la crisis económica a la industria del cine es, más allá del asunto económico, otro de los síntomas que certifican la desconcertante infantilización que se extiende entre los adultos del siglo XXI. El adulto que el siglo pasado iba al cine a ver comedias, dramas amorosos o películas de suspense, ha virado en los últimos años hacia Spiderman, Batman o el Capitán América, personajes que, además de la cuota de testosterona que suman a la cartelera, encarnan el sueño de cualquier niño: son famosos y muy fuertes, tienen algún superpoder, la sociedad los admira por el trabajo que desempeñan y salen airosos de situaciones imposibles, en las que fracasaría una persona sin esas capacidades. El éxito que tienen estos personajes entre la población adulta, está relacionado con la forma de vestir o de divertirse que hasta hace muy poco era territorio exclusivo de niños y adolescentes; el adulto de hoy se viste con las mismas prendas que usan sus hijos o sus sobrinos, las mismas zapatillas deportivas de diseño estruendoso y colores pueriles, los mismos pantalones, gorras y sudaderas con capucha; productos que van con esos artefactos electrónicos intergeneracionales como son los teléfonos o los relojes inteligentes, igual de estentóreos y pueriles, y con el profuso instrumental para la diversión que ocupa buena parte del tiempo libre que tiene una persona. El adulto de este siglo no solo sigue comprando, y usando, juguetes, sino que usa los mismos con los que juegan los niños, la PlayStation por ejemplo, aderezada con un abanico de pasatiempos infantiles como podría ser, por citar solamente uno, grabarse haciendo proezas o gracejos en TikTok. Quizá infantilización sea una palabra tibia para definir este regreso masivo a la edad de la irresponsabilidad y de la gratificación instantánea, y lo sensato sea echar mano de ese término que acuñó, o quizá solo rescató, Milan Kundera en su ensayo El arte de la novela: “infantocracia”. Transcribo el párrafo completo porque Kundera ya veía, hace 35 años, el poder infantilizador que tienen las nuevas tecnologías, cuando el instrumental electrónico que había era apenas un esbozo de lo que tenemos hoy: “La seriedad de un niño: el rostro de la edad tecnológica. La infantocracia: el ideal de la infancia impuesto a la humanidad”. Este sistemático aniñamiento que, de manera cada vez más palpable, va regresando al adulto a su paraíso perdido, tiene su reflejo en la pretensión de mantener joven el cuerpo mucho más allá de la juventud, y para conseguirlo se somete a un régimen saludable, bebe café sin cafeína, al que añade espumas y siropes, cerveza sin alcohol y cigarros electrónicos sin nicotina, lo cual, mirado con la suspicacia suficiente, podría ser el menú de los niños que juegan a hacer cosas de adultos. La pretensión sería alejarse de los viejos vicios de los adultos hedonistas del siglo XX, recurriendo a la virtud infantil: remediar una compulsión implementando otra. Una de las manifestaciones más vistosas de la infantilización es el boom del patinete eléctrico, decenas de señoras y señores, ya de cierta edad, desplazándose por las calles de Occidente en ese juguete que usaban cuando eran niños; se ponen americana y corbata, o un elegante traje sastre, y se van tranquilamente a la oficina, a impartir órdenes a otros adultos y a cobrar sueldos de gente mayor. Kundera, en ese mismo ensayo, nos recuerda una imagen, de la novela El hombre sin atributos, de Robert Musil, que ilustra perfectamente la situación: “su rostro reflejaba la seriedad de un niño que da a sus aullidos la mayor importancia”. El adulto de este siglo que, después de aullar, se pone a ver una película de superhéroes que ostentan los atributos que él no tiene, hace honor al título de la novela de Musil, con un añadido entre paréntesis: el hombre sin atributos (de adulto). La creciente infantocracia se retroalimenta en la Red, permanentemente y de manera diabólica, a partir de la información personal que la pantalla nos va succionando, para devolvérnosla más tarde en una colorida explosión de inputs que nos complacen, porque están basados rigurosamente en nuestros gustos y necesidades. Estamos hablando aquí del famoso algoritmo que nos sugiere qué películas o series ver en Netflix, qué canciones escuchar en Spotify, qué libros comprar en Amazon, o que información consumir en Twitter. A la deriva infantil que lleva al adulto a consolidar la infantocracia, vistiéndose y jugando y consumiendo como si fuera un niño, hay que sumar la tutela del algoritmo que manipula la información que aparece en su pantalla, sin pasar por alto que la tutela, normalmente, la ejercen los adultos, lo cual, visto desde cierta perspectiva, cierra el círculo. Lo que vemos, escuchamos, leemos en una pantalla no es propiamente lo que queremos ver, escuchar o leer, sino lo que el algoritmo nos sugiere, pero escatimándonos lo que considera que no nos gusta, ofrece lo blanco sin lo oscuro, propone un panorama sin contrastes, una antología personalizada, a partir de los datos que nos succiona, con la consecuencia de que este universo succionado termina siendo una versión parcial y muy limitada de la realidad, que tiene poco que ver con el mundo real. Más que ayudarnos a ampliar nuestro horizonte, el algoritmo nos da por nuestro lado, nos encierra en un gueto personalizado donde tienen prohibida la entrada los elementos que podrían disgustarnos, porque en este siglo a los adultos no les gusta que los confronten con ideas que no se parecen a las suyas, ni con canciones o películas o novelas que no formen parte de la burbuja que se han construido; a los adultos de hoy no les gusta que les lleven la contraria, prefieren el like, el caramelo, la recompensa de la micro sociedad en la que viven y se reflejan. En este universo infantil, constituido solo de cosas que nos gustan, se pierde el sentido crítico porque la vida es una compleja trama que incluye también lo que no nos gusta y el criterio se forma, precisamente, con las ideas y las costumbres que son distintas de las nuestras y que, generalmente, no nos gustan, pero las toleramos y tratamos de entenderlas, como hacen los adultos. Frente a la infantilización, que poco a poco va consolidándose en esa infantocracia que señala Milan Kundera, es necesario recordar lo vulnerables, y manipulables, que son los niños, y procurar no perder de vista que el adulto que tiene a mano todos sus juguetes no ofrece ninguna resistencia, se distrae mientras el otro, que no ha mordido el cebo toma, sin ninguna oposición, el control. Jordi Soler es escritor