El análisis

La victoria de Ayuso es la garantía de que el surrealismo español, lejos de desaparecer tras nuestra incorporación a Europa, continuaba latente a la espera de que alguien lo encarnara

Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado, José Luis Martínez-Almeida, Teodoro García Egea y Pío García Escudero, saludan a los simpatizantes desde el balcón de la sede del partido en la calle Génova, el pasado martes.Mariscal (EFE)

El éxito de Ayuso en Madrid debería alegrarnos, pues es la garantía de que el surrealismo español, lejos de desaparecer tras nuestra incorporación a Europa, continuaba latente a la espera de que alguien lo encarnara. El discurso con el que la candidata del PP ha triunfado en las urnas no ha sido muy diferente en sus contenidos formales, aunque tampoco en los temáticos, del de las famosas empanadillas de Martes y Trece. Donde ellos decían “empanadillas”, coloque usted la palabra libe...

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El éxito de Ayuso en Madrid debería alegrarnos, pues es la garantía de que el surrealismo español, lejos de desaparecer tras nuestra incorporación a Europa, continuaba latente a la espera de que alguien lo encarnara. El discurso con el que la candidata del PP ha triunfado en las urnas no ha sido muy diferente en sus contenidos formales, aunque tampoco en los temáticos, del de las famosas empanadillas de Martes y Trece. Donde ellos decían “empanadillas”, coloque usted la palabra libertad y comprenderá de lo que hablamos. Ayuso se ha pasado la campaña electoral sacando y metiendo la libertad del horno en una delirante farfulla verbal que, sin ir a parte alguna, la ha llevado a la presidencia de la Comunidad de Madrid del mismo modo en que las empanadillas llevaron a la fama al dúo antes citado.

Bien por Ayuso, bien por los miles de ciudadanos que se reunieron en la calle de Génova reclamando la libertad a gritos y al unísono. Que los votantes del partido fundado por Fraga Iribarne, ministro del general que sojuzgó a los españoles durante 40 años, abrazaran la causa con el alborozo, cuando no el arrebato, que vimos en la tele, nos llenaba de un estupor estimulante, de una fe enorme en el futuro de lo onírico. Todavía más cuando nos dimos cuenta de que no se referían a una libertad cualquiera, sino a la de llevar una pulserita en la muñeca o de beberse una cerveza a media tarde, tal vez junto al palo de golf con el que golpear luego las señales de tráfico, representantes de un sistema opresor bajo cuyas argucias hemos estado a punto de caer.

Echamos de menos en La Sexta de Ferreras la presencia de Fernando Arrabal, el único intelectual al que encomendaríamos el análisis de estos espectaculares resultados.

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