El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha roto los puentes del entendimiento democrático y se ha lanzado a una deriva autoritaria que hace temer lo peor para su empobrecido país. El sábado pasado, en la sesión inaugural de la Asamblea Legislativa, controlada por el oficialismo, sus partidarios impusieron ...
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha roto los puentes del entendimiento democrático y se ha lanzado a una deriva autoritaria que hace temer lo peor para su empobrecido país. El sábado pasado, en la sesión inaugural de la Asamblea Legislativa, controlada por el oficialismo, sus partidarios impusieron la destitución de los magistrados de la Sala Constitucional de la Suprema Corte de Justicia y el cese del fiscal general. Este atentado a la división de poderes, fuertemente criticado por EE UU, la UE y los organismos internacionales, ha sido defendido por el mandatario con una serie de diatribas que, lejos de calmar las aguas, han mostrado la verdadera naturaleza de sus intenciones.
Envolviéndose en la bandera del “pueblo libre y soberano”, Bukele se ha aupado al mesianismo tropical y ha anunciado el inicio de una “nueva historia” que tiene como eje la purga (“limpiar la casa”) de todos aquellos que resulten incómodos a su régimen y avanzar en la paulatina eliminación de las entidades, como la comisión contra la impunidad de la OEA, que muestren algún grado de independencia.
Bukele, reforzado en las recientes elecciones legislativas, está recorriendo la senda que tantas veces ha terminado en catástrofe en Centroamérica. Un giro que ya se advirtió hace meses cuando arrancó una batalla personal contra la justicia por frenar sus planes, mezclando las presiones constantes con amenazas esperpénticas. Ahora, una vez obtenido el control del Poder Legislativo, ha lanzado lo que se avista como una ofensiva general contra todo aquello que no se pliegue a sus designios.
Es cierto que las urnas le han dado a Bukele, de 39 años, un poder sin apenas precedentes en la historia reciente de El Salvador. En 2019 llegó a la presidencia impulsado por el descontento y hace dos meses logró en los comicios legislativos un triunfo nunca visto desde el final de la guerra, hace casi tres décadas. Ese resultado se explica en buena medida por el desgaste de las fuerzas tradicionales, de la izquierda del Frente Farabundo Martí a la derecha de la Alianza Nacional Republicana, percibidas como responsables de los males de El Salvador, desde la corrupción a la violencia. Pero Bukele, pese a su respaldo electoral, no está demostrando estar a la altura del poder recibido. Populista y autoritario, el presidente va camino de convertirse en un problema más que en una solución. Sus altisonantes palabras, la destitución de jueces y fiscales y las amenazas que profiere contra todos aquellos que no son de su agrado así lo indican. Ante esta degradación de la normalidad democrática, no cabe cruzarse de brazos. Los organismos internacionales tienen la obligación de redoblar la vigilancia y actuar dentro de los cauces establecidos para que la deriva de Bukele no sea irreversible.