Reforma tributaria en Colombia: no hay segunda oportunidad

Mientras la sociedad colombiana no entienda que las soluciones gratis solo existen en las propuestas de los populistas, estará condenada a los resultados de siempre

Manifestantes contra la reforma tributaria en Colombia, este miércoles en Bogotá.JUAN BARRETO (AFP)

Aquella conocida frase de Benjamin Franklin, quien en una carta fechada en 1789 señaló que “nada es seguro, excepto la muerte y los impuestos”, se vio reflejada de manera muy particular en Colombia el pasado miércoles 28.

Ese día, mientras decenas de miles de personas marchaban por las calles de ciudades y pueblos en protesta por una propuesta de reforma tributaria presentada por el Gobierno de Iván Duque, los reportes oficiales confirmaron 490 f...

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Aquella conocida frase de Benjamin Franklin, quien en una carta fechada en 1789 señaló que “nada es seguro, excepto la muerte y los impuestos”, se vio reflejada de manera muy particular en Colombia el pasado miércoles 28.

Ese día, mientras decenas de miles de personas marchaban por las calles de ciudades y pueblos en protesta por una propuesta de reforma tributaria presentada por el Gobierno de Iván Duque, los reportes oficiales confirmaron 490 fallecimientos más por cuenta de la covid-19. La cifra es la más alta desde el comienzo de la pandemia y ocurre en medio de una tercera ola que gana en intensidad, jornada tras jornada.

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La coincidencia de ambos hechos resume la encrucijada que enfrenta este país de 50 millones de habitantes. Aparte de contener la crisis en el terreno sanitario, está la necesidad de recuperar la economía —que registró una contracción de 6,8% en 2020— y mitigar las secuelas sociales del coronavirus, que disparó tanto la pobreza como la desigualdad.

Fiel a la tradición de ortodoxia económica que ha sido la constante a lo largo de más de un siglo, el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, radicó a comienzos de abril una iniciativa muy ambiciosa. El propósito central es disminuir el déficit fiscal, que este año ascendería al equivalente de 8,6% del Producto Interno Bruto, y reducir gradualmente el peso de la deuda pública.

Adicionalmente, el proyecto de Ley contiene un aumento significativo en las transferencias monetarias hacia los hogares de menores recursos, que beneficiarían al 40% de la población. Una familia ubicada en el 10% más pobre vería aumentar sus ingresos en 68%.

Cumplir ambos objetivos implicaría aumentar los recaudos estatales en casi tres puntos del PIB, lo cual sería un esfuerzo significativo. En la reforma más reciente, aprobada en 2019, ese incremento apenas fue del 0,7%.

Ahora las mayores contribuciones recaerían sobre los asalariados y los individuos más adinerados, que verían un aumento significativo en su impuesto de renta. Aparte de lo anterior, se ampliarían los bienes y servicios que pagarían el Impuesto al Valor Agregado, cuya tarifa general está en 19%.

El problema es que gran parte de las cargas adicionales recaerían sobre la clase media, que siente que quedaría en una especie de tenaza. Más allá de que está demostrado que en Colombia la tributación a la renta descansa de manera desproporcionada sobre las empresas —no sobre las personas— y que los recaudos fiscales están por debajo del promedio de América Latina, la idea de cobrar más suscita el rechazo general, incluyendo a quienes saldrían ganando.

Entender por qué una propuesta que disminuiría la inequidad de manera importante fue recibida de manera tan negativa, no es fácil. A fin de cuentas, buena parte de los economistas influyentes celebraron la intención de mejorar la distribución del ingreso en uno de los países más desiguales del mundo.

La razón obvia es el tamaño del paquete que afecta a un segmento fundamentalmente urbano. Los sindicatos estatales, por ejemplo, impulsaron el paro nacional y recibieron el apoyo de los estudiantes.

Pero no es el único motivo. Aquí también entra en juego el desprestigio de un Gobierno que recibe una calificación mayoritariamente negativa, junto la oposición de los partidos políticos que tienen en la mira la temporada electoral de 2022, en la cual se escogerá tanto a congresistas como al presidente de la República.

Uno de los principales temores de las diferentes colectividades es entregarle el poder “en bandeja” a Gustavo Petro, el más importante opositor de la Administración actual. Debido a ello, incluso Álvaro Uribe, el fundador del Centro Democrático que llevó a Duque al Palacio de Nariño, se desmarcó de su protegido y prefirió la opción presentada como alternativa por los gremios del sector privado.

Como consecuencia, y en el mejor de los casos, acabaría saliendo adelante un texto que serviría para conseguir con justeza el dinero que hace falta. La ironía es que los empresarios —que en el pasado se habían quejado de la carga impositiva— acabarían pagando la cuenta con gravámenes temporales adicionales o eliminación de exenciones.

En términos coloquiales, esa fórmula equivale a “patear el problema para adelante”. Si el Congreso le da su bendición a la idea, en 2023 habría que discutir otra reforma tributaria que, de paso, confirmaría la que ha sido una tradición colombiana en casi cuatro décadas: cada 18 meses, en promedio, hay nuevas reglas de juego en materia de impuestos.

El riesgo, claro está, consiste en quedarse con el pecado y sin el género. Resulta poco probable que las firmas calificadoras de riesgo, que tienen los títulos de deuda en perspectiva negativa, le mantengan a Colombia el grado de inversión. En caso de una degradación, el costo de emitir bonos tanto para el sector público como para el privado sería mayor y la moneda nacional perdería terreno frente al dólar, tal como le pasó a Brasil.

Más lamentable, sin embargo, sería eliminar la posibilidad de aumentar las transferencias con destino a la población más pobre. Esa sería una pésima noticia para los millones de personas que habitan en las zonas rurales, en donde la tasa de miseria triplica la de los centros urbanos. Marginalidad y desesperanza serán la constante en áreas donde otra vez campea la violencia, por cuenta del narcotráfico y la presencia de grupos armados ilegales.

Lo anterior no desconoce que el texto que originalmente presentó el ministro de Hacienda —de 110 páginas de extensión— tiene elementos que lo hacen inconveniente, al tratar múltiples temas y hacer que la desmejora para algunos fuera demasiado abrupta. Como consecuencia, el propio Ejecutivo comenzó a dar marcha atrás esta semana y aceptó que algunos tributos sean eliminados.

No obstante, es muy posible que ni siquiera esa reculada salve a la iniciativa gubernamental del cesto de la basura. El mayor peligro, aparte de que el Congreso se oponga a cualquier fórmula y condene a Colombia a una crisis fiscal, es que acabe construyéndose un Frankenstein legislativo.

Una ley hecha a pedazos, en la cual no faltará el cabildeo para que en el estatuto tributario se cambie una coma aquí y un inciso allá con el fin de hacer favores particulares, es muy probable ahora. Claro, para algunos sectores de la opinión pública el lograr que la clase media y unos cuantos más se ahorren tener que pagar más impuestos, será visto como una victoria de la movilización popular.

El lío es que eso no soluciona el problema de fondo. Y mientras la sociedad colombiana no entienda que las soluciones gratis solo existen en las propuestas de los populistas, estará condenada a los resultados de siempre: un sistema que privilegia a unos pocos, mientras se perpetúan las desigualdades.

Parafraseando a García Márquez, el desenlace de esta reforma tributaria, que desde ya se puede considerar fallida, demostrará que la misma Colombia que inspiró la leyenda de los cien años de soledad, todavía no tendrá una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Ricardo Ávila es periodista y economista colombiano

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