Redes sociales
Mi paz y mi intimidad son algo que valoro demasiado como para ponerlo al alcance de cualquiera, y menos de esos que disfrutan destrozando al prójimo
Lo primero que habría que poner en duda de las redes sociales es su nombre ¿Son verdaderamente redes? Y, sobre todo, ¿son sociales?
Una red es algo que recoge y hasta ahí podría ser acertado el nombre de las denominadas redes sociales, puesto que recogen las opiniones de quienes participan en ellas y las arrastran por el mundo etéreo poniéndolas a disposición de otros. ¿Pero son sociales realmente? Quiero decir: ¿socializan la opinión de quien la emite o simplemente la enfr...
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Lo primero que habría que poner en duda de las redes sociales es su nombre ¿Son verdaderamente redes? Y, sobre todo, ¿son sociales?
Una red es algo que recoge y hasta ahí podría ser acertado el nombre de las denominadas redes sociales, puesto que recogen las opiniones de quienes participan en ellas y las arrastran por el mundo etéreo poniéndolas a disposición de otros. ¿Pero son sociales realmente? Quiero decir: ¿socializan la opinión de quien la emite o simplemente la enfrentan a otras? Y, sobre todo, ¿se puede socializar la opinión cuando esta destila odio o está al servicio de intereses, incluso programada basándose en algoritmos, como desgraciadamente ocurre cada vez más?
Esta semana ha sido la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, la que ha anunciado que deja una red social harta de recibir insultos, amenazas y descalificaciones en vez de comentarios divergentes y opiniones distintas a la suya, que es lo que se espera del intercambio de ideas, pero antes han sido otros muchos, escritores, políticos, periodistas, los que han dejado las redes hartos de lo mismo que aquella. Alguno ha vuelto a caer en la tentación y ha vuelto a abandonar en seguida al comprobar que lo que le esperaba era lo mismo que a las adúlteras en tiempos de Jesucristo: la lapidación pública y despiadada de quienes se creen con derecho a destrozar a quien no piensa como ellos, o ni siquiera eso: porque no les gusta su cara o simplemente por existir. Desde el anonimato de sus domicilios y desde la impunidad que otorga al que insulta el seudónimo, muchos se imaginan dioses mientras se manifiestan como indeseables. Siempre ocurrió (en las gradas de los estadios o desde el burladero de metal del coche), pero no tanto como en estos tiempos en los que para insultar al prójimo sólo se necesita un ordenador o un móvil y ganas de hacerlo. Y, por supuesto, la catadura moral precisa para que a ti mismo no te repugne tu comportamiento.
A menudo, me han mirado como a un extravagante, cuando no como a un antiguo o un friki, como se denomina ahora al que no hace lo mismo que la mayoría y además no lo oculta, por no tener redes sociales y, por tanto, no intercambiar opiniones con mis lectores tanto de mi literatura como de mis artículos de prensa. Primero, no es verdad del todo, porque con mis lectores sí hablo e intercambio opiniones, pero de igual a igual y a cara descubierta cuando me los encuentro, ya sea en un acto público, ya sea por la calle o en un bar, y, segundo, tampoco me enorgullezco ni hago bandera de una misantropía virtual que no sufro, al revés: lo virtual forma parte importante de mi vida, pero entiendo que alguien no lo comprenda. Aunque la explicación es sencilla: mi paz y mi intimidad son algo que valoro demasiado como para ponerlo al alcance de cualquiera y menos de esos que disfrutan destrozando al prójimo, del mismo modo en que por la calle no hablo con cualquiera, sólo con quien se dirige a mí con educación. Visto lo que estamos viendo, creo que el Papa se precipitó al sentenciar que el infierno no existe (el infierno son los otros, dijo Sartre, y yo añadiría que en el anonimato más), y, como escribió Fernando Pessoa, para mí, escribir es mi forma de estar solo.