El fin de la ENA y la búsqueda de un nuevo modelo en Francia

La reforma de la Escuela Nacional de Administración simboliza el intento de dinamizar la sociedad francesa

El edificio de la Escuela Nacional de Administración, en Estrasburgo (Francia).Gorka Lejarcegi

La Escuela Nacional de Administración (ENA), vivero de la clase dirigente política y empresarial francesa, tiene los días contados. El presidente de la República, Emmanuel Macron, él mismo formado en la ENA y quizá su alumno más aventajado, anunció el jueves que la sustituirá por un Instituto del Servicio Público con la vocación de ser menos rígido y más diverso y abierto a la sociedad. ...

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La Escuela Nacional de Administración (ENA), vivero de la clase dirigente política y empresarial francesa, tiene los días contados. El presidente de la República, Emmanuel Macron, él mismo formado en la ENA y quizá su alumno más aventajado, anunció el jueves que la sustituirá por un Instituto del Servicio Público con la vocación de ser menos rígido y más diverso y abierto a la sociedad. La decisión responde a una promesa de Macron en plena revuelta antielitista de los chalecos amarillos. La escuela se había convertido en el símbolo de una tecnocracia arrogante y desconectada de los franceses de a pie. Pocos en Francia llorarán su desaparición.

Y, sin embargo, es imposible entender la Francia contemporánea sin la ENA, fundada por De Gaulle en 1945 para seleccionar y formar a quienes debían pilotar la reconstrucción tras la debacle de 1940 y la ocupación nazi. Cuatro de los ocho presidentes y nueve de los veintitrés primeros ministros de la V República pasaron por sus aulas. Los enarcas —el nombre con el que se designa a sus exalumnos— constituyeron un cuerpo de élite que se puso al frente de las grandes administraciones y empresas públicas. Durante un tiempo, funcionó. Las décadas de crecimiento y bienestar entre la posguerra y los años setenta se asocian con el gobierno hipercentralizado y tecnocrático de estos funcionarios seleccionados según el mérito y con competencias envidiadas en todo el mundo. El sistema de selección, sin embargo, pronto creó lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llamó una “nobleza de Estado” que tendía a autorreproducirse: los enarcas son hijos de enarcas o de clases acomodadas con altos niveles de titulación. Esta aristocracia republicana, sometida a una instrucción que uniformizaba a los alumnos, era poco proclive a pensar fuera de los caminos trillados y encontrar soluciones imaginativas en un país necesitado de dinamismo y atenazado por el miedo al declive. La ENA, con los años, acabó siendo parte del problema francés.

Macron se ha atrevido a sacudir el tótem. Es una manera popular y sin coste económico destacable de recuperar, a un año de las elecciones presidenciales, el espíritu reformista con el que conquistó el poder. Hay mucho que preservar de la Escuela Nacional de Administración, desde la exigencia en la selección y la formación a la idea de captar para el servicio público los más brillantes de cada generación. Pero la transformación de la ENA debe ir más allá del cambio de nombre. Existe, en este país, una inmensa reserva de talento que, por discriminaciones económicas, territoriales y raciales, todavía se ve excluida del poder político y económico. Si el nuevo Instituto del Servicio Público ayuda a romper estas barreras y a que las élites dirigentes se parezcan más a la sociedad, Francia saldrá ganando.

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