Una causa de alcance universal

Europa necesita una transformación profunda de las relaciones entre la economía, la ecología y la sociedad y tiene que hacer de ello el propósito político que la defina y otorgue un sentido profundo a su proyecto

NICOLÁS AZNÁREZ

La pandemia generada por la covid-19 ha provocado una conmoción mundial. Más allá de las causas directas, actualmente en investigación por la Organización Mundial de la Salud (OMS), la ciencia es clara en que los motivos subyacentes están relacionados con la destrucción de los hábitats naturales al favorecer una mayor exposición de las personas a los virus de origen zoonótico. Como consecuencia de esa destrucción de los sistemas naturales,...

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La pandemia generada por la covid-19 ha provocado una conmoción mundial. Más allá de las causas directas, actualmente en investigación por la Organización Mundial de la Salud (OMS), la ciencia es clara en que los motivos subyacentes están relacionados con la destrucción de los hábitats naturales al favorecer una mayor exposición de las personas a los virus de origen zoonótico. Como consecuencia de esa destrucción de los sistemas naturales, un millón de especies enfrentan en este momento un peligro de extinción. Si a ello unimos que, según estimaciones recientes, se podría cruzar el umbral del incremento de 1,5° acordado en París en 2030-2032, la dinámica de la situación es más que preocupante; es alarmante. Por tanto, se hace necesario promover una conversación en la esfera pública europea dirigida a ampliar nuestro horizonte de reflexión ante esa deriva dramática. Como ha dejado escrito Stephen Hawking, nos encontramos ante el “momento más peligroso en la historia de la humanidad”.

En esta hora decisiva, la Unión Europea habría de hacer suya una gran causa de alcance universal, como dijo Tocqueville refiriéndose al legado de la Revolución Francesa. Una causa que pueda ser percibida por la ciudadanía como la sustancia política y moral de nuestro estar en el mundo. Se trataría de articular un proyecto integral que, con humildad, aliente la esperanza y la confianza de que sabremos y podremos reconducir esa deriva. En esa dirección, la Unión Europa habría de ser asertiva al tiempo que inspiradora. Mientras otras potencias agotan sus energías en las sempiternas luchas por el poder y la hegemonía, a la ciudadanía europea y a las instituciones comunitarias nos corresponde asumir la iniciativa ante el desafío definidor de nuestro tiempo: la amenaza existencial del cambio climático y la crisis ecológica global.

No en vano, la Unión Europea ha sido la primera institución de gobierno que ha hecho hincapié en sus tratados en la responsabilidad hacia los bienes comunes de la humanidad. Esa responsabilidad figura en el centro de su proyecto político y de su autocomprensión como actor global. De esa manera, Europa ha conectado con lo más valioso del legado de la Ilustración, aquello que el tiempo ha sedimentado como su núcleo orientador de sentido: la confianza en el uso de la razón, la labor de guía otorgada a la ciencia y un aliento de vocación universal. Hoy, ese legado cosmopolita habría de actualizarse adoptando una visión y una tarea a la altura de lo que ha sido la contribución europea a la historia universal de las ideas, la ciencia y la cultura.

La Europa heredera del humanismo renacentista, la revolución científica, el espíritu de la Ilustración, el proyecto filosófico de la modernidad y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano habría de dotarse de un proyecto de largo alcance espacial y temporal capaz de otorgarle un sentido profundo al proyecto de la Unión Europea, más allá de la satisfacción de los intereses materiales de sus ciudadanos. Bajo esa visión, la necesaria transformación del sistema energético global como respuesta a la amenaza climática habría de concebirse como la primera etapa de una metamorfosis más amplia. En otras palabras, Europa como adalid y principal impulsora de una Política de la Tierra dirigida a asegurar la salida de una crisis climática y ecológica que pone en peligro los fundamentos mismos de la aventura humana. Una tarea inspirada por el conocimiento científico sobre los límites ecológicos planetarios que ha desarrollado en las últimas décadas la disciplina de las Ciencias de la Tierra.

Y es que la energía y el impulso creativo de nuestro legado no habrían de quedar circunscritos al desarrollo y consolidación del proyecto institucional y económico de la Europa comunitaria, por muy importantes que sean. Desde hace cinco siglos, Europa se ha construido y definido en relación abierta con el mundo. En este momento de crisis climática y ecológica de alcance planetario, Europa no puede quedarse abstraída en la configuración de su orden interno. Además de improductivo no sería justo. Como escribió Ulrich Beck, el software de la modernidad tecnoindustrial que Occidente ha exportado al resto de países en los dos últimos siglos y medio y que ha conducido, junto a numerosos y notables progresos, a la actual situación de crisis ecológica y climática ha sido en gran medida una creación europea.

Hay además un elemento de contexto. El Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX han sido las naciones que han liderado la irradiación contemporánea de Occidente. Sin embargo, el mundo anglosajón ha perdido en años recientes el brillo de antaño. Desorientado por una marea de exuberancia irracional a manos de demagogos populistas, ha visto debilitado su poder orientador del orden mundial. No se puede olvidar, en ese sentido, que el disruptivo mandato de un negacionista como Donald Trump, a pesar de no haber revalidado la presidencia, se ha visto reconocido por 74 millones de votos, 11 millones más que en las elecciones de 2016. Respecto a la salida del club comunitario, ha sido la primera vez en 300 años que Inglaterra no ha conseguido manipular a unos países europeos frente a otros en su tradicional papel de european balancer, lo que sin duda refleja su pérdida de influencia en el continente. Como señalaba Martínez-Bascuñán, en su artículo Lo que no somos en este mismo periódico, es a la Unión Europea a quien corresponde tomar el relevo.

La Europa comunitaria de 450 millones de ciudadanos está en condiciones de presentar al resto de la comunidad internacional un compromiso integral dirigido a evitar el abismo ecológico y climático que se divisa en el horizonte, haciendo del mismo su proyecto geopolítico central. De hecho, millones de ciudadanos y ciudadanas europeos se sienten interpelados ante la llamada de la Tierra herida.

Por tanto, construyendo sobre el corpus ambiental generado en los últimos 50 años, consolidando el liderazgo climático de las tres últimas décadas y profundizando en el proyecto estratégico del Pacto Verde, la Unión Europea debería demandar apoyo a la ciudadanía para hacer de la preservación de los sistemas vitales de la Tierra y de la respuesta a la desestabilización del clima, el núcleo mismo de su proyección global.

En los tiempos actuales de emergencia climática en los que la dinámica ecológica planetaria parece escapar a todo control, es más necesario que nunca dar un paso al frente, afirmar nuestra presencia responsable y no dejarnos llevar por esa deriva autodestructiva. Nos lo demandan nuestras hijas y las generaciones venideras, nos lo exige nuestra conciencia moral.

En consecuencia, Europa habría de crear los conceptos y la narrativa con los que tejer los mimbres de una transformación profunda de las relaciones entre la economía, la ecología y la sociedad. Y hacer de ello su propósito político definidor. Una causa de alcance universal que sería nuestra contribución más perdurable a la aventura humana.

Antxon Olabe Egaña es economista ambiental y ensayista.

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