Deslumbre

¡Qué maravilla Sevilla! Se disolvieron las masas de turistas y la ciudad parece haber emergido de las aguas como Venus

Palacio y jardines del Real Alcázar de Sevilla. Sylvain Sonnet (getty)

Hay escasas ciudades que no admitan comparación. Algunas porque son singularísimas y únicas, como Venecia y Sevilla. Otras, a la manera de París y Nueva York, porque impusieron el modelo que se aplicó en múltiples capitales del mundo y ahora son miles las imitaciones, aunque el original siempre sea superior a las copias.

Hacía mucho que no pisaba Sevilla, pero un compromiso me obligó a viajar en plena pandemia. ¡Bendito compromiso! ¿Les suena aquel chiste de Machado: “Sevilla sin sevillanos, ¡qué maravilla!”? Ahora es lo contrario, a saber: sólo con sevillanos, ¡qué maravilla Sevilla!...

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Hay escasas ciudades que no admitan comparación. Algunas porque son singularísimas y únicas, como Venecia y Sevilla. Otras, a la manera de París y Nueva York, porque impusieron el modelo que se aplicó en múltiples capitales del mundo y ahora son miles las imitaciones, aunque el original siempre sea superior a las copias.

Hacía mucho que no pisaba Sevilla, pero un compromiso me obligó a viajar en plena pandemia. ¡Bendito compromiso! ¿Les suena aquel chiste de Machado: “Sevilla sin sevillanos, ¡qué maravilla!”? Ahora es lo contrario, a saber: sólo con sevillanos, ¡qué maravilla Sevilla! Se disolvieron las masas de turistas y la ciudad parece haber emergido de las aguas como Venus. Limpia, luminosa, desbordante de árboles y jardines que están ya floreciendo. El aroma sedante del azahar, las grandes plazas con sólo dos o tres figuras perfilando la soledad con sus sombras alargadas, las avenidas sin muchedumbre ni griterío. Noches de media luna. Sí, el turismo es casi nuestra única industria, pero el daño que causa es desolador. La industria de la edad anterior destruía los pulmones con humo y hollín. La industria actual llena de hollín el entero espíritu.

Gracias a las amigas de la Menéndez Pelayo pude entrar en los Reales Alcázares. Veinte años hacía que no me acercaba porque las colas de turistas son disuasorias y además el interior de este palacio y fortaleza musulmana y cristiana es demasiado sublime como para caminar entre apretujones y selfis. Pasear por el recinto quizás más noble de la Península exige silencio y reflexión. En los jardines incluso sonaban las fuentes. Como adivinó Ferlosio, se podía oír el rumor de los riquísimos ropajes que arrastraban los sultanes por los pasadizos. Sí, una maravilla.

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