Los estadistas y los políticos de enjundia no temen las críticas de los periodistas. Solo los mediocres e inseguros

Los presidentes de los países importantes y de las democracias sólidas saben que la crítica de los medios de comunicación hacen parte del juego democrático

Imagen de archivo de la plaza San Pedro, en Ciudad del Vaticano.Andrew Medichini (AP)

Mis largos años como periodista me han enseñado que los verdaderos estadistas y los políticos seguros no temen las críticas ni las preguntas más escabrosas. Las temen solo los mediocres e inseguros. Los presidentes de los países importantes y de las democracias sólidas saben que la crítica de los medios de comunicación hacen parte del juego democrático.

Hoy los que dirigen las grandes democracias jamás en una entrevista personal o en una colectiva se permitirán dejar de responder a la pregunta de un periodista por dura que sea y negarse a responder o abandonar el intercambio. Y mucho me...

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Mis largos años como periodista me han enseñado que los verdaderos estadistas y los políticos seguros no temen las críticas ni las preguntas más escabrosas. Las temen solo los mediocres e inseguros. Los presidentes de los países importantes y de las democracias sólidas saben que la crítica de los medios de comunicación hacen parte del juego democrático.

Hoy los que dirigen las grandes democracias jamás en una entrevista personal o en una colectiva se permitirán dejar de responder a la pregunta de un periodista por dura que sea y negarse a responder o abandonar el intercambio. Y mucho menos insultar o amenazar al periodista. Lo hacía solo el expresidente Donald Trump y por ello era considerado como un desequilibrado mental y acabó perdiendo las elecciones.

A los jóvenes periodistas brasileños y a los estudiantes de periodismo que a veces me preguntan sobre mis experiencias periodísticas alrededor del mundo les dedico esta columna para contarles dos experiencias emblemáticas de cuando era corresponsal en Italia y en el pequeño y poderoso Estado del Vaticano.

Los políticos italianos a los que criticaba en mis crónicas en vez de quejarse a mi periódico me mandaban un motorista con una tarjeta escrita a mano agradeciéndome el artículo. En mis 18 años de corresponsal nunca un político importante se me quejó de las críticas que le hacía.

Cuando en Italia era ministro de Exteriores Julio Andreotti, uno de los políticos más influyentes del país que había sido siete veces presidente del Gobierno y una figura emblemática, España estaba por entrar en la Unión Europea. Para ello era fundamental el voto de Italia. Una mañana me llamó el embajador de España en Italia para decirme que había recibido una queja de la embajada de Italia en Madrid por mis crónicas duras sobre la mafia siciliana. Que un funcionario de la embajada había hecho un dossier de seis meses de mis crónicas y que estaban muy irritados. Y añadió con clásico sabor mafioso: “Es importante que sepan que España quiere entrar en la Comunidad y que necesita del voto de Italia”.

Avisado el entonces director de EL PAÍS, Juan Luis Cebrián, que había sido también el ideador del periódico, pidió al embajador español en Roma el nombre y apellidos del funcionario de la embajada italiana en Madrid que se había permitido hacer un dossier mafioso sobre uno de sus corresponsales.

Dos días después recibí una llamada de teléfono del secretario de Andreotti informándome que al día siguiente a las nueve de la mañana el ministro de Exteriores me daría la entrevista que yo había solicitado. En verdad yo nunca había pedido aquella entrevista y entendí que era una forma elegante y diplomática del ministro de llamarme para hablar. Andreotti como ministro de Asuntos Exteriores era fundamental para apoyar a España a entrar en la Comunidad.

Me presenté a la cita seguro de que se trataba de hablar sobre las críticas de la embajada de Italia en Madrid sobre mis crónicas. Me recibió, al revés, todo cordial y antes que yo le hiciera ninguna pregunta fue él quién me hizo una desconcertante. “¿Sabe usted donde el Papa (era entonces el polaco Juan Pablo II) escribe sus discursos?” Le respondí que me imaginaba que en su escritorio.

Me respondió que no, que los escribía de rodillas en una mesita de su capilla particular donde celebraba la misa. Intrigado le pregunté que cómo él lo sabía. Me respondió que el Papa lo invitaba muchas veces a asistir a su misa. “No me importa que sea muy temprano pues yo soy madrugador. Lo peor es cuando me convida a cenar pues suele acabar muy tarde. Prefiero cuando me invita a pasear durante el día con él en los jardines vaticanos”.

Yo lo escuchaba atónito porque me estaba dando una noticia totalmente desconocida para la prensa y que si publicada iba a ser noticia mundial, ya que revelaba una intimidad con el papa Wojtyla insólita y más con un político polémico por las acusaciones que sobre él recaían de hacer parte de la mafia.

Enseguida mirando a la pared me mostró un cuadro con una pintura y me preguntó si conocía al autor. Le dije que no y él me respondió: “Es del pintor que en Manila, en el viaje del papa Pablo VI a Filipinas, había atentado contra el pontífice al llegar al aeropuerto con un objeto contundente produciéndole una herida en el vientre. Al final no se trató de una herida grave pero que creó un revuelo mundial”.

Después se supo que se trataba de un pintor excéntrico que tenía en ese momento una exposición de sus cuadros en el hotel en el que se iba a hospedar toda la comitiva del Papa y quería hacerse publicidad mundial. Lo recuerdo muy bien porque yo acompañaba en el avión al Papa con un grupo de corresponsales de todo el mundo y fui testigo del pseudo atentado.

Lo que no se entendía es cómo aquel cuadro había acabado en el despacho del ministro Andreotti. ¿Se lo había regalado el Papa? Mientras tanto, sobre el tema de las críticas a mis crónicas, ni una palabra. El político del que se llegó a decir que era hijo del papa Pio XII porque siendo aún un jovencito le dieron un cargo importante en el Vaticano, cerró nuestro encuentro con un último gesto emblemático. Antes de entrar en la política Andreotti había sido periodista. Sobre su mesa tenía el ejemplar de uno de sus libros que me regaló y con ello se despidió de que me había dado una noticia en exclusiva. Cuando salí abrí el libro y estaba escrito: “A mi colega periodista Juan Arias con afecto”.

Mandé la crónica de aquel encuentro al director del periódico que, incrédulo, la publicó enseguida. Cuando por la mañana el embajador de Italia en Madrid abrió EL PAÍS se quedó atónito. Entendió muy bien que era un mensaje cifrado para él de que no volvieran a intentar criticar mis crónicas. Y España entró en la Comunidad Europea con el voto de Italia. Así son los verdaderos estadistas.

Hasta los Papas y el Vaticano han respetado siempre a los periodistas y aceptado sus críticas sin amenazas y menos con insultos. Pude verlo cuando el director de EL PAÍS en los primeros años del periódico sufría ataques duros de la entonces Iglesia española que era aún franquista porque el nuevo periódico defendía el aborto, los derechos humanos, la libertad de prensa y el derecho a las diferencias. Era un periódico liberal como los nuevos que estaban naciendo de los escombros de la dictadura.

Un día me llamó el director a Roma y me pidió algo muy difícil: quería tener una entrevista personal con el entonces sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, el español Eduardo Martínez Somalo. Era la tercera autoridad del Vaticano, una especie de ministro del Interior que despachaba varias veces al día con el Papa. Sin saber cómo hacer, acudí al embajador de España ante la Santa Sede por si él podía, pero lo veía imposible porque el sustituto del Papa nunca había recibido a ningún director de un periódico y además Cebrián acababa de divorciarse.

Pocos días después en un hotel de Florencia haciendo un reportaje, sonó el teléfono de la habitación y era el propio sustituto del Papa que me conocía de los viajes: “Juan (me dijo), me pides algo muy difícil, pero voy a recibir a tu director. Dile que venga el primero de mayo que el Papa va a estar muy ocupado y tendré más tiempo para él”. Y me puso como condición que fuera yo quien le acompañara.

Cebrián llegó a Roma la noche anterior y a las nueve de la mañana atravesamos los portones del Vaticano y nos dirigimos, después de entregar varios documentos, al pequeño despacho de monseñor Somalo puerta a puerta con el del Papa.

Cebrián le explicó durante una hora las dificultades que EL PAÍS y los nuevos diarios estaban teniendo tras la muerte del dictador Franco por sus posturas de periódicos defensores de las libertades pisoteadas durante la dictadura. Somalo le preguntó si quienes atacaban a los periódicos eran los militares. “No, monseñor, quien nos obstaculiza es la Iglesia, que siempre ha estado del lado de la dictadura y de Franco”.

Sorprendido Somalo le dijo: “Aquí en el Vaticano respetamos la total libertad de expresión y la prensa libre”. Y refiriéndose a mí le explicó por qué había querido que yo le acompañara al encuentro. “Su corresponsal es testigo de que nunca ha recibido una llamada del Vaticano para protestar por sus crónicas. Y no me dirá, director, que no ha escrito cosas durísimas sobre nosotros”, le dijo. Es cierto que yo había escrito sobre las dudas que existían de que Juan Pablo I, que murió misteriosamente 33 días después de su elección, había sido asesinado”. Le respondí que era cierto que el Vaticano nunca se había quejado y me daba siempre un lugar en el avión del Papa para acompañarle en sus viajes por el mundo. Y entre broma y seriedad añadí: “Pero también es cierto, y ustedes lo saben, que yo conozco cosas que nunca publiqué, ni publicaré”. Riendo, monseñor Somalo le dijo a Cebrián con tono cariñoso: “¡Qué malo es su corresponsal!”. Cebrián se volvió a Madrid y la Iglesia dejó en paz al periódico.

Solo los personajes políticos inseguros y mediocres, sin personalidad, son quienes se permiten atacar y hasta insultar y amenazar a los periódicos y periodistas.

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