Tribuna

La pandemia de los datos

La sociedad de los datos está viviendo la primera enfermedad a escala global, pero la salida exige un cambio en nuestra concepción de las cifras y adoptar una lógica de colectivo y no de mayoría

Sr. García

La del coronavirus es la primera pandemia de la sociedad de los datos. La comunicación y el escrutinio de los datos de infección y fallecimientos por coronavirus se han convertido en un ritual diario. Los datos clarifican públicamente las situaciones reales y orientan las decisiones que deben adoptarse. El recurso a los datos permite reestablecer un mínimo de fiabilidad que justifique las medidas de control y limitación de las actividades. La medición promete gestionar la complejidad y reducir ...

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La del coronavirus es la primera pandemia de la sociedad de los datos. La comunicación y el escrutinio de los datos de infección y fallecimientos por coronavirus se han convertido en un ritual diario. Los datos clarifican públicamente las situaciones reales y orientan las decisiones que deben adoptarse. El recurso a los datos permite reestablecer un mínimo de fiabilidad que justifique las medidas de control y limitación de las actividades. La medición promete gestionar la complejidad y reducir la incertidumbre.

A pesar de todo, tenemos la sensación de que se ha desmentido el mito de que la mera cantidad de datos era suficiente para hacerse cargo de la realidad porque los datos por sí mismos no nos han permitido hacernos cargo de la complejidad del fenómeno. La pandemia ha puesto de manifiesto la inadecuación de nuestras infraestructuras de datos para resolver las crisis sociales. De entrada, ha habido un problema de insuficiencia o mala calidad de los datos. De hecho, los datos de la pandemia han sido escasos y han llegado muy fragmentados por las diferentes políticas nacionales de salud pública. Hasta los datos de fallecimientos han sido inciertos.

No solo tenemos un problema de escasez de datos, sino de errores en su interpretación o de la propia configuración de nuestro espacio informativo, en el que también se difunden las más extravagantes desinformaciones. Pero puede que nuestra principal torpeza provenga, paradójicamente, de un cierto exceso y confianza acrítica en los datos existentes. Desde los primeros días de la pandemia, los Gobiernos han informado del aumento de los contagios, el rastreo o la ocupación de los hospitales, y así era diariamente transmitido por los medios de comunicación. Mi hipótesis es que el dataísmo, es decir, la creencia de que la cuantificación produce la verdad, privilegia una falsa idea de la objetividad y proporciona una certidumbre engañosa que impide un conocimiento cabal de la realidad, sobre el que deberían adoptarse las correspondientes decisiones.

Para combatir eficazmente a una pandemia hace falta conocer sus modos de propagación y hasta qué punto afecta a los distintos tipos de personas. Me pregunto si la pretensión de neutralidad con que se presentan los datos no nos ha seducido con la idea de que eran exactos y no hacía falta interrogarse por su contexto. Hay muchos sesgos inherentes a toda la producción, análisis y visualización de datos, pero el más perturbador de todos es el supuesto de que los datos son algo neutro, una especie de árbitros apolíticos de la verdad. Las mismas prácticas de recolección, análisis y visualización de los datos llevan a ignorar determinados aspectos de la realidad. Pensemos en la sorpresa que supuso el contagio masivo de ciertos ámbitos de población como los temporeros, los presos o las personas mayores en las residencias, en la limitada eficacia de ciertas recomendaciones generales debida precisamente a que no se tomaban en suficiente consideración las distintas realidades familiares, domiciliarias o laborales.

Las técnicas usadas para la obtención de datos hacen que sean invisibles las tasas de contagio entre ciertos grupos sociales. Los grupos menos visibles tienden a ser aquellos que se adaptan menos a las normas de comportamiento a partir de los cuales se realiza la analítica de datos y con frecuencia son quienes resultan más contagiados y contagiosos. Las estrategias sanitarias para encauzar el comportamiento de la población son ineficaces, por ejemplo, frente a quienes desobedecen las recomendaciones por pura necesidad económica o los migrantes que se desplazan hacia sitios de mayor riesgo.

Si los datos se generan por el consumo, la movilidad o el activismo en las redes sociales, la representación favorecerá a quienes produzcan más datos en esos ámbitos. Los sistemas de datificación tienen aquí un ángulo ciego que excluye a ciertas personas, precisamente a las más vulnerables, de las estrategias de mitigación. Esta ceguera ha sido corregida, tal vez parcialmente y demasiado tarde. El abordaje de la pandemia cambió en muchos países cuando se puso de manifiesto que ciertos grupos de población (minorías étnicas, determinados trabajadores o ancianos en residencias) tenían unas tasas de contagio desproporcionadamente más elevadas. En el Reino Unido, por ejemplo, comenzó a mencionarse la etnia de los fallecidos, lo que permitía en adelante disponer de unos datos más útiles para llevar a cabo las políticas de prevención. Esta atención a lo particular es una de las asignaturas pendientes de nuestros sistemas de cuantificación. La recolección de datos tendría que incluir a quienes no están asegurados, no tienen permiso de residencia, ni acceso a los servicios de salud, que no obstante son los más contagiados y, por tanto, más contagiosos.

La salida de esta crisis sanitaria debería llevarnos a distintos modos de ser y conocer, también en relación con la manera de entender y estar en el mundo que implica la tecnología del análisis de datos. La sociedad construida sobre los datos tiene una gran dificultad para integrar en su infraestructura y gobernanza otros modos de conocimiento y existencia alternativos de los estandarizados. Medir y trazar ha sido más importante para los Gobiernos que entender exactamente qué debía ser medido y trazado. Habría que invertir los términos y preguntarse no por los datos a partir de los cuales se llevarían a cabo determinadas políticas sino por qué datos requieren las decisiones políticas que hemos de tomar.

La ampliación de la mirada hacia quienes no suelen ser objeto de atención podría contribuir a que entendiéramos la sociedad desde la lógica del colectivo y no desde la noción de la mayoría. Para entender y gestionar una sociedad contagiosa es incomparablemente más útil hacerlo desde la categoría de lo común que a partir de lo mayoritario. Tenemos que desarrollar un nuevo tipo de atención hacia la realidad social que se interese por lo común y por las situaciones particulares. Un cambio en la línea del cuidado requiere un cambio también en el modo de entender los datos. Se trataría de ver a la sociedad como personas y grupos, no poblaciones, lo que permitiría tomar en cuenta las vulnerabilidades particulares y, por tanto, cuidar especialmente esos espacios de infección. Podríamos hablar entonces de una democracia de los datos, no tanto desde la perspectiva habitual que se pregunta por su propietario, sino si esos datos representan a toda la sociedad, a lo común, a todos y a todas. Esto requiere una diferente concepción de los datos, pues supondría no poner el foco en la mayoría, sino en la diversidad, en experiencias concretas como las de los económicamente desaventajados o socialmente excluidos. En vez de un rebaño regido por la normalidad estadística, tendríamos un mosaico de diferentes vulnerabilidades. La salida de la pandemia exige un cambio en nuestra concepción de los datos y por tanto un cambio en nuestra manera de entender la sociedad.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Autor de Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus (Galaxia Gutenberg).

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