Tribuna

El cínico doble juego del partido republicano

Es posible que la turba furiosa que irrumpió en el Capitolio creyera sinceramente que hubo un fraude electoral, pero los políticos que les habían animado desde dentro sabían que no lo hubo

EVA VÁZQUEZ

La horripilante escena de los furibundos seguidores de Trump asaltando y ocupando el Capitolio fue traumática y esperpéntica, pero también absolutamente previsible.

Durante la campaña, Trump insistió en que solo perdería si las elecciones eran amañadas. Se negó a prometer que haría un traspaso de poderes pacífico. Insistió en que el voto por correo resultaría en un fraude masivo. Cuando perdió, inmediatame...

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La horripilante escena de los furibundos seguidores de Trump asaltando y ocupando el Capitolio fue traumática y esperpéntica, pero también absolutamente previsible.

Durante la campaña, Trump insistió en que solo perdería si las elecciones eran amañadas. Se negó a prometer que haría un traspaso de poderes pacífico. Insistió en que el voto por correo resultaría en un fraude masivo. Cuando perdió, inmediatamente subrayó que le habían “robado” las elecciones y empezó a difundir distintas teorías locas de la conspiración, amplificadas por unos obedientes medios de extrema derecha que fomentaron las manifestaciones que se fueron montando bajo el lema “detened el robo” por todo el país. Incluso después de que todo esto fuese refutado por jueces nombrados por los republicanos y autoridades electorales del mismo partido, Trump siguió sugiriendo formas fundamentalmente ilegales de alterar los resultados, azuzando a sus bases hacia un frenesí de insurrección. Hace dos semanas tuiteó: “Gran manifestación en D. C. el 6 de enero. ¡Vayan, será una locura!”.

Como dijo el senador republicano Mitt Romney después de que se restableciera el orden en el Capitolio: esto ha sido “culpa del orgullo herido de un hombre egoísta y la indignación de sus seguidores, a quienes ha engañado durante dos meses y ha empujado a actuar esta misma mañana. Lo que ha sucedido es una insurrección, incitada por el presidente de Estados Unidos”.

Que Trump termine su carrera política en un arrebato de furia narcisista y autodestructiva no es ninguna sorpresa. Lo más significativo de lo que ha pasado puede que sea que de repente las maniobras traicioneras del Partido Republicano ejecutadas los últimos años les han estallado en la cara. Con escasas excepciones, los dirigentes republicanos han intentado tener lo mejor de dos mundos: han querido aprovechar con fines electorales el tirón demagógico de Trump al tiempo que insistían en que eran un partido conservador normal dentro de un sistema democrático. En privado, muchos se mostraban horrorizados por las afirmaciones racistas y su autocrático culto a la personalidad, pero luego dudaban a la hora de contradecirle. Tras las elecciones jalearon su fantasía del robo de las elecciones. Un destacado republicano declaró anónimamente a The Washington Post: “¿Qué tiene de malo seguirle la corriente durante unas cuantas semanas? Nadie piensa que los resultados vayan a cambiar”.

En realidad, la conclusión de la mayoría de los republicanos después de las elecciones de noviembre, en las que el presidente perdió, pero obtuvo nada menos que 75 millones de votos, fue que, aunque Trump tenía muchos defectos, el trumpismo seguía siendo una estrategia ganadora. Si Trump no hubiera gestionado tan mal la pandemia, si al menos hubiera mostrado algo de empatía respecto a las 350.000 personas fallecidas, si no hubiera insultado y enfurecido gratuitamente a determinados grupos, podría haber vencido. Su extremismo, su xenofobia racista no le han costado las elecciones, sino que estuvieron a punto de hacerle ganar. El futuro del partido, pensaban muchos, estaba en encontrar a un Trump más inteligente y disciplinado. Y varios empezaron a postularse. Josh Hawley y Ted Cruz, senadores por Misuri y Texas respectivamente, abanderaron la causa de que se podía revocar el resultado electoral mediante una votación en el Congreso, una idea peregrina y antidemocrática. Esperaban ganarse a las bases de Trump. Ben Sasse, senador republicano por Nebraska, lo dijo en Facebook: “Seamos claros: hay un puñado de políticos ambiciosos que creen que hay un camino muy rápido de hacerse con la base populista del presidente sin que eso implique causar un daño tangible y duradero. Pero se equivocan”.

Para revertir los resultados electorales Trump y sus facilitadores republicanos han defendido que, según las encuestas, tres cuartas partes de los votantes republicanos creen que hubo fraude. Trump usó esto para tratar de intimidar al secretario de Estado de Georgia y que “encontrara” los 11.780 votos que necesitaba. Ted Cruz dijo esto mismo en el Congreso: “Las últimas encuestas muestran que el 39% de los estadounidenses creen que las recientes elecciones fueron ‘fraudulentas’. Quizá ustedes no estén de acuerdo. Pero es verdad para casi la mitad del país”. La lógica circular es asombrosa. Trump y cientos de líderes republicanos recorren el país diciendo que ha habido fraude y, cuando sus seguidores les creen, lo utilizan como prueba de que tienen razón.

Es un cinismo de una dimensión increíble. Es posible que la turba furiosa que irrumpió en el Capitolio creyera sinceramente que hubo fraude, pero los políticos que les habían animado desde dentro saben que no lo hubo. Como escribió Ben Sasse: “En privado, no he oído a un solo republicano del Congreso decir que hay fraude, ni uno. En cambio, les oigo hablar de su preocupación por la ‘imagen’ que darán ante los más ardientes seguidores de Trump”.

Brad Raffensperger, el secretario de Estado de Georgia, lo expuso categóricamente en su conversación con Trump, después de insistir en que los hechos no corroboraban ninguna teoría conspiranoica: “La verdad importa”. Que sea necesario hacer una afirmación tan simple y obvia da una idea del profundo delirio epistemológico en el que se ha sumido la derecha estadounidense.

El asedio al Capitolio —como todo el fenómeno Trump— habría sido imposible sin 35 años de sectarismo en unos medios de extrema derecha llenos de teorías de la conspiración y acusaciones temerarias. En 1987, el presidente Reagan derogó el llamado Principio de Imparcialidad. Esta ley exigía a las emisoras de radio y televisión que mostraran diversos puntos de vista y se atuvieran a unos criterios de responsabilidad periodística. En 1988 Rush Limbaugh empezó a emitir su programa en múltiples radios. En 1995 empezó a emitir Fox News.

Estos medios impusieron la idea de que se podía decir lo que fuera, sin importar si era demostrable o no. Desde entonces no han dejado de crear una realidad alternativa, con el soniquete de teorías como que Bill y Hillary Clinton eran responsables de varios asesinatos, Obama no nació en EE UU, o que el calentamiento global y la covid son mentira. Si crees la mitad de las cosas que dicen los medios de extrema derecha, parecería totalmente razonable pensar que en el Congreso hay una perversa camarilla de peligrosos criminales. Las redes sociales no han hecho más que empeorar esto.

Los republicanos se han mostrado muy dispuestos a contemporizar con la fiera, hasta que esta los ha devorado. En esta trágica farsa existe la posibilidad de que muchos se den cuenta de que tienen que alejarse del precipicio nihilista del populismo de derechas. Algunos estarán dispuestos a colaborar con el nuevo presidente Biden en temas como una campaña nacional de vacunación, un programa para reconstruir las infraestructuras o la subida del salario mínimo. Otros tendrán la tentación de cabalgar sobre la bestia. El futuro de la democracia en EE UU puede depender de cuál de estos dos grupos gane.

Alexander Stille dirige el programa de periodismo político de la Universidad de Columbia en Nueva York.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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