Conservaos buenos
En el momento de la despedida, los griegos solían desearse unos a otros mantener el espíritu fuerte
Consérvate bueno. Con estas palabras se despide Séneca de su discípulo Lucilio en todas sus epístolas. Al menos así lo recoge la edición de Planeta que leíamos nosotros. En Gredos inexplicablemente decidieron eliminarlas, sustrayendo con ellas el latido del afecto hacia el que es corresponsal, pero también amigo. Fueron estas Cartas las que llevé al salón la última tarde en que mi padre aún tenía energía para comunicarse, en ese descanso de paliativos para volver a un hogar que, sin él, pronto sería otro. Charlamos de ambas traducciones, de lo que implicaban sus diferencias y, có...
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Consérvate bueno. Con estas palabras se despide Séneca de su discípulo Lucilio en todas sus epístolas. Al menos así lo recoge la edición de Planeta que leíamos nosotros. En Gredos inexplicablemente decidieron eliminarlas, sustrayendo con ellas el latido del afecto hacia el que es corresponsal, pero también amigo. Fueron estas Cartas las que llevé al salón la última tarde en que mi padre aún tenía energía para comunicarse, en ese descanso de paliativos para volver a un hogar que, sin él, pronto sería otro. Charlamos de ambas traducciones, de lo que implicaban sus diferencias y, cómo no en esos días —de que más podíamos conversar si no—, de las despedidas: hablando de nosotros a través de todo lo demás. Me contó entonces que los griegos solían desearse unos a otros la capacidad de mantenerse magnánimos, con el espíritu fuerte, en la mejor de las disposiciones.
Séneca fue compañero en esas semanas, aunque no el único. En el indefinible regreso a casa, lo primero que nos pidió fue escuchar a Lorca, para conmoverse otra vez atravesado por su fuerza. Después quiso oír a María José Llergo y, más tarde, a Luis Pastor entonando a Saramago. Los versos de Mestre lo hicieron, de repente, romperse de emoción. Diría que no era dolor, o no solo, porque llorar con Madredeus me dijo que le daba fuerzas. Sus guitarras, sin embargo, ahora que no podía tocarlas las escondimos, con las partituras y los poemas que estaba musicando. Mientras hacíamos ejercicios de rehabilitación le cantaba The Beatles y, contra todo su cuerpo, acababa tratando de seguirme. Tuvimos tiempo aún de reírnos con La venganza de Don Mendo, de que me hablara ilusionado de la tertulia de Zambrano que intentaba organizar en Salamanca.
Salvo una pequeña Ilíada de bolsillo, no había texto que pudiera sostener con una sola mano, así que una noche elegimos un atril perfecto para que pudiera continuar con Martha C. Nussbaum; como Sócrates, aprendiendo una melodía de flauta justo antes del sorbo de cicuta. El paquete no obstante llegó tarde, cuando él ya había empeorado. Allí se quedó el atril sin estrenar, junto al ensayo que quería terminar de escribir, que usaba de arma ingenua contra el destino, no me puedo morir porque tengo que acabarlo. Sonreía, —pese a todo nunca dejó de hacerlo—, confiado en que el ansia de saber volvería a salvarlo, una vez más.
La mañana en que regresamos al hospital llevé con nosotros su Quijote. Me senté a su lado, ¿por dónde vas ahora, papá?, —siempre lo estaba releyendo—. Me indicó con gestos y, fiel escudera, continué “segunda parte, capítulo II”. Se reía, sin ruido, aún se reía mucho. Creí que llegaríamos hasta el final: creí, papá, que tú solo podías marcharte junto a Alonso Quijano, acabado el sueño que había sido la vida para ambos. Sin embargo, tras dos días se sumió en un letargo profundo, al que fue cediendo irremediablemente. Pese a los ojos cerrados le seguí leyendo algunos capítulos más, por si acaso mi voz y la del hidalgo podían resonar dentro de él y, entre ternuras y atenciones, darle calma y calor.
Hace días conversaba con mis alumnos e insistía, frente a los ya conversos, en la utilidad de lo inútil. Lo hacía mientras pensaba en mi padre, en los que parecen no comprender que el beneficio del arte no se puede cuantificar. Qué de inútil hay en burlarle algo de angustia a la noche que se acerca. A ellos habrían de convencerles, si Epicuro tenía razón, no las palabras, sino estas pruebas.
Uno de los últimos recuerdos vívidos que tengo de ti, papá, fue tu emoción al escuchar cierta canción; se te escaparon las lágrimas y hablaste —entonces todavía lo hacías— por primera vez en pasado: qué precioso era. Y así siento que todos deberíamos partir, extrañando ya la hermosura: no se me ocurre un final más sereno ni más dulce. Por eso hablo por nuestras dos bocas y traigo estas memorias hasta aquí, para darles las gracias a todos aquellos que incluso en medio del caos y de las crisis, —cuando arrecia más fuerte el utilitarismo y se destruye lo que no sirve al mercado—, se dedican a la empresa generosa y valiente de crear cultura o protegerla, permitiéndonos respirar; ofreciéndonos alivio, consuelo para vivir y, sobre todo, para marcharnos; amparando nuestra necesaria dignidad última.
Por eso si te parece, papá, me despido de ellos de tu parte, como amigos que fueron tuyos, agradeciéndoles siempre su fortaleza de espíritu, deseándoles a todos —en estos difíciles meses, tan proclives al desaliento—, a la manera de los estoicos, que se nos conserven, por favor, buenos y que, aun cuando algunos desprecien su valor, se mantengan magnánimos: sois los encargados de hacernos recordar que solo la belleza y el amor nos salvan de lo irremediable.
Maribel Andrés Llamero es escritora y ganadora ex aequo del Premio de Poesía Hiperión 2019.