Columna

La revolución que no fracasó

La libertad no triunfó en Túnez, pero se instaló en el horizonte. Y ya no se irá

Manifestantes en una concentración por el décimo aniversario de la muerte de Mohamed Bouazizi, en su localidad natal de Sidi Bouzid, Túnez, el pasado 17 de diciembre.FETHI BELAID (AFP)

Túnez se incendió muy rápidamente. Mohamed Bouazizi se inmoló el 17 de diciembre y Ben Ali cayó el 15 de enero. Fue la revolución del jazmín, enseguida temida y admirada en todo el mundo. Por su carácter pacífico y fulgurante, por la eficacia de las redes sociales o por el papel de Wikileaks en la denuncia de la corrupción devastadora de aquel régimen y de otros regímenes árabes. Egipto no es Túnez...

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Túnez se incendió muy rápidamente. Mohamed Bouazizi se inmoló el 17 de diciembre y Ben Ali cayó el 15 de enero. Fue la revolución del jazmín, enseguida temida y admirada en todo el mundo. Por su carácter pacífico y fulgurante, por la eficacia de las redes sociales o por el papel de Wikileaks en la denuncia de la corrupción devastadora de aquel régimen y de otros regímenes árabes. Egipto no es Túnez, dijo inmediatamente Hosni Mubarak: fue el siguiente en caer. China, por si acaso, arrancó los jazmines de los jardines públicos, símbolos tunecinos por excelencia. La inspiración incluso alcanzó a los indignados españoles del 15-M, que no vivían bajo dictadura alguna.

La primavera había empezado. Después de Túnez y de Egipto cayeron violentamente los dictadores de Libia y Yemen, fueron ahogadas en sangre las protestas en Baréin y Bachar el Asad desató la guerra civil en Siria, que celebrará su luctuoso décimo aniversario el próximo mes de marzo. En toda la geografía árabe hubo protestas, a veces de inquietante intensidad. También empezó la contrarrevolución, encabezada por Arabia Saudí, la superpotencia central del bloque reaccionario, que ejerció con Baréin las mismas funciones que la Unión Soviética en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968. Acompañada, naturalmente, del aspersor de las subvenciones sociales, siempre a disposición de los opulentos regímenes petroleros. Y también de modestas aperturas políticas, como en Marruecos.

Una década después, nadie discute la victoria de la contrarrevolución. La democracia ha quedado reducida a la porción congrua tunecina. Fracasaron los experimentos del islamismo político con las urnas: los Hermanos Musulmanes, en el poder durante un año en Egipto, fueron barridos salvajemente por los militares. Se ha esfumado la esperanza turca de una democracia pluralista e islamista integrada en Europa. Solo en Túnez hay islamistas moderados, que entran y salen del Gobierno como cualquier otro partido. Washington ha fracasado en todas las variaciones de su política exterior: primero las guerras de Bush, luego la democratización de Obama y ahora el desordenado repliegue de Trump, que subroga responsabilidades geopolíticas a la nueva coalición entre saudíes, emiratíes e israelíes frente a Turquía e Irán. Las monarquías absolutas han triunfado.

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De aquella primavera queda una gloria cierta. Había cuatro déspotas corruptos y crueles, en Túnez, Egipto, Libia y Yemen, que preparaban la sucesión familiar. Querían fundar dinastías siguiendo el ejemplo de aquellos jefes tribales de la península Arábiga, ahora monarcas amigos de Trump. Las nuevas generaciones árabes no se lo permitieron. La libertad no triunfó, pero se instaló en el horizonte. Y ya no se irá.

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