El fantasma sigue presente
El fenómeno Trump no puede despacharse como una exótica anomalía histórica que nada tiene que ver con la sociedad estadounidense. No podemos desecharlo como si perteneciera ya al pasado
Nos hemos precipitado a respirar aliviados. Donald Trump no ha sido elegido, tanto si lo entiende como si no. Quiera o no, en enero, cuando tenga lugar la toma de posesión de su sucesor, Joe Biden, tendrá que abandonar la Casa Blanca, por su propia voluntad o acompañado. Pero el fantasma de su siniestra presidencia sigue presente. Las necrológicas de los últimos cuatro años que pretenden zanjar esta época dándola por cerrada no solo son apresuradas. Son demasiado cómodas.
El fenómeno Trump no puede despacharse como una exótica anomalía histórica, como algo que nada tiene que ver con la ...
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Nos hemos precipitado a respirar aliviados. Donald Trump no ha sido elegido, tanto si lo entiende como si no. Quiera o no, en enero, cuando tenga lugar la toma de posesión de su sucesor, Joe Biden, tendrá que abandonar la Casa Blanca, por su propia voluntad o acompañado. Pero el fantasma de su siniestra presidencia sigue presente. Las necrológicas de los últimos cuatro años que pretenden zanjar esta época dándola por cerrada no solo son apresuradas. Son demasiado cómodas.
El fenómeno Trump no puede despacharse como una exótica anomalía histórica, como algo que nada tiene que ver con la sociedad estadounidense. Demasiadas personas lo han votado, también en estas segundas elecciones. No podemos limitarnos a correr a arrojarlo lejos o a desecharlo como perteneciente al pasado solo para ahorrarnos la dolorosa pregunta de qué queda vivo de esta presidencia. ¿Qué cambios duraderos ha traído Trump a la esfera pública política? ¿Qué prácticas y qué instituciones democráticas han sufrido deformaciones? ¿Qué umbrales de lo expresable, qué límites de lo imaginable se han traspasado? Y, no menos importante, ¿qué huellas ha dejado esta presidencia en las personas que hemos observado y acompañado a Trump a través de los medios de comunicación?
“A Donald Trump no se le da muy bien tomar notas, y tampoco le gusta que su equipo lo haga”, decía esta semana la historiadora estadounidense Jill Lepore en un artículo para The New Yorker titulado Will Trump burn the evidence? [¿Quemará Trump las pruebas?]. Y añadía: “Tiene la costumbre de romper los papeles al final de las reuniones”. Lo que preocupa a Lepore es la posibilidad de que Trump pueda destruir documentos oficiales, y con ello no solo fuentes para la historia, sino también posibles pruebas relevantes desde el punto de vista penal.
La escena de un Trump que no quiere ver nada por escrito o recogido en acta evoca otra característica distintiva de los últimos cuatro años: el total olvido de la historia y el presente permanente. Para este presidente, no hay pasado. No solo es que no le interese aprender del conocimiento y la experiencia históricos. Es que el ayer, sencillamente, no existe. Ni siquiera el suyo. De la memoria de Trump desaparece cualquier declaración o posición anterior que pueda ser vinculante para él; la idea de la coherencia le repugna. El presidente no se siente comprometido con nada, ni siquiera consigo mismo un momento antes. Para Trump no hay continuidad racional, todo puede romperse, invertirse, negarse en cualquier momento; lo que antes dio por válido pierde su validez más allá del instante. Todo puede ser cuestionado a voluntad, nada significa nada fuera del acto de hablar. La estabilidad semántica tampoco existe para él: cada gesto, cada palabra puede perder en cualquier momento su significado previo si le conviene. El lenguaje como sistema asociado a un significado, como condición y posibilidad de entendimiento, se ha hecho añicos en los últimos cuatro años en tiempo real.
El responsable de todo esto no ha sido solo Donald Trump, sino también el acompañamiento mediático simultáneo y sin filtrar, las emisiones en directo de las cadenas de televisión estadounidenses, que han normalizado esta perversión comunicativa. Los errores y las mentiras del presidente se enumeraban aisladamente, siempre en diferido, creando así la sensación de que se trataba de frases y términos esporádicos e incorrectos, y no de un ataque sistemático a las normas vinculantes y las condiciones del entendimiento. Es imperdonable que, incluso en tiempos de pandemia, en los que las evidentes falsedades de los discursos de Trump han puesto en peligro vidas humanas, las cadenas de televisión se hayan limitado a seguir emitiendo irresponsablemente “en directo” en vez de producir artículos juiciosos y editoriales. Tampoco a Twitter, el instrumento preferido de Trump para la humillación y la agitación, se le ha ocurrido hasta hace poco la idea de borrar o marcar como “controvertidos” los tuits falsos del presidente con consecuencias más graves.
Sin embargo, cuando a una estupidez flagrante ya no se le llama estupidez, ni a una mentira, mentira, sino que tan solo se etiquetan como “controvertidas”, queda de manifiesto una de las huellas más destructivas de la presidencia de Trump: el relativismo nihilista, que no reconoce ningún conocimiento ni ninguna norma, que todo lo iguala, y que legitima como “opiniones” diferentes lo que debería ser considerado falso o inhumano. Cuando, en Charlottesville, al final de una manifestación de extrema derecha en la que habían participado miembros del Ku Klux Klan y del movimiento de la “derecha alternativa”, además de neonazis, uno de ellos atropelló con el coche a un grupo de contramanifestantes matando a Heather Heyer, de 32 años, Trump se negó a calificar el ataque de ataque. Por el contrario, niveló todas las diferencias entre terrorismo racista y protesta democrática contra ese mismo racismo, como si la violencia ya no fuese violencia, ni el crimen, crimen, sino todo una cuestión de perspectiva.
Este relativismo ético y epistémico se ha generalizado en los medios de comunicación con el pretexto de la “neutralidad”. Los posicionamientos casi sobre cualquier asunto político, económico o social se adornan bellamente representándolos como “pros y contras” de la realidad. Lo que se disfraza de imparcial, lo que se presenta como liberal y representativo, destruye toda pretensión razonable de verdad, socava toda validez vinculante de las normas iguales para todos y aplicables a todos por igual.
“Lo único que nos permite reconocer y medir la realidad del mundo es que nos es común a todos”, afirmaba Hannah Arendt en La condición humana. Quizá esto sea lo más amargo de la presidencia de Trump: cómo se ha infiltrado en ese algo común a todos que es la realidad, y cómo algunos sectores de la opinión pública modelada por los medios de comunicación lo han seguido hasta el suicidio intelectual.
Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa, autora de Contra el odio (Taurus).
Traducción de News Clips.