Columna

Cuatro apuntes sobre una crisis democrática

Nos cuesta alcanzar acuerdos o afrontar problemas inmediatos, y por una combinación de guerra simbólica, cinismo epistemológico y ansia de poder debilitamos las normas e instituciones comunes

Diputados de la oposición protestan para rechazar la tramitación de conocida como 'Ley Celaá' durante una sesión plenaria en el Congreso.Congreso de los Diputados (Europa Press)

La democracia es un mecanismo para resolver nuestras diferencias: no soluciona los problemas sino que es un instrumento para gestionarlos. Exige ajustes y revisiones. Acepta el hecho del pluralismo y el conflicto: la democracia liberal busca una forma de canalizar el desacuerdo. Para ello hay unas normas explícitas y otras tácitas: ambas son decisivas, y las implícitas pueden ser más difíciles de reconstruir. Parece que cada vez con más frecuencia no discutimos del contenido sino de las propias reglas del juego.

Se ha hablado mucho de la judicialización de la política. En España lo han...

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La democracia es un mecanismo para resolver nuestras diferencias: no soluciona los problemas sino que es un instrumento para gestionarlos. Exige ajustes y revisiones. Acepta el hecho del pluralismo y el conflicto: la democracia liberal busca una forma de canalizar el desacuerdo. Para ello hay unas normas explícitas y otras tácitas: ambas son decisivas, y las implícitas pueden ser más difíciles de reconstruir. Parece que cada vez con más frecuencia no discutimos del contenido sino de las propias reglas del juego.

Se ha hablado mucho de la judicialización de la política. En España lo han hecho, sobre todo para hablar de la defensa del Estado frente al pronunciamiento civil en Cataluña, quienes defienden la politización de la justicia. Avanzamos en esa politización, pero también en un desplazamiento del desacuerdo: una constitucionalización de los problemas. No discutimos de medidas concretas, sino de cuestiones que tienen que ver con la estructura del Estado o las reglas de convivencia. Nos cuesta alcanzar acuerdos o afrontar problemas inmediatos, y por una combinación de guerra simbólica, cinismo epistemológico y ansia de poder debilitamos las normas e instituciones comunes.

Vivimos en la dictadura de las comparaciones globales, escribe Krastev. Como señala Jorge Freire, nos obsesiona la diversidad, y sin embargo la cultura es más homogénea que nunca. La imitación se extiende entre los líderes y sus intérpretes: los temas son globales, los ecosistemas mediáticos se parecen y el referente de moda es instantáneamente reconocido. Pero las analogías, que pueden ayudarnos a entender, también pueden ofuscarnos. Conviene recordar que a veces la parte que no nos da la razón puede enseñarnos más que la que parece apoyar nuestra tesis.

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El debate se acelera y a la vez parece no ir a ninguna parte. Pasan tantas cosas que es difícil evaluar la gravedad o calcular el valor de la propia indignación. En la Ley de Educación, por ejemplo, las críticas por la lamentable supresión del carácter vehicular del castellano pueden eclipsar otros aspectos discutibles. Pero el debate está sembrado de señuelos: como el marido que llega a casa tras una juerga y se pone un boli encima de la oreja. “¿Dónde has estado?”, le pregunta su mujer. “¿Dónde va a ser? ¡De putas!”. “A mí no me engañas”, dice ella: “Tú vienes del bingo”. @gascondaniel

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