Columna

No saber perder

Necesitamos explicar el mundo, ver el sentido y la coherencia de las decisiones políticas, más allá de abrazar el multilateralismo o defender la democracia

Del Hambre

Reconozcámoslo: Trump nunca defrauda. Después de intentar hacernos creer que su inauguración presidencial fue más numerosa que la de Obama, se supera de nuevo a sí mismo con su “verdad alternativa”. Pero el problema es que analizamos cada una de sus declaraciones por separado, obviando que la eficacia de sus mensajes está en formar parte de una narrativa en la que todo encaja. Cuando habla de fraude electoral masivo, ...

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Reconozcámoslo: Trump nunca defrauda. Después de intentar hacernos creer que su inauguración presidencial fue más numerosa que la de Obama, se supera de nuevo a sí mismo con su “verdad alternativa”. Pero el problema es que analizamos cada una de sus declaraciones por separado, obviando que la eficacia de sus mensajes está en formar parte de una narrativa en la que todo encaja. Cuando habla de fraude electoral masivo, no importa que no sea una verdad factual, lo importante es insistir en la deslegitimación del adversario, y esa es la impresión que queda. Cuando dice “America first”, propone que la lógica de las relaciones internacionales sea un juego de suma cero; cuando habla de “construir un muro más grande”, abre la puerta al racismo y al supremacismo blanco a sus seguidores, que observan ese mundo desde la coherencia de una narrativa donde América es grande de nuevo y todo es previsible y consistente.

La derrota de Trump ha sido posible, en parte, porque la elección se planteó en términos existenciales: los norteamericanos debían decidir si querían continuar siendo una democracia. Pero para combatir el trumpismo hará falta hacerse cargo de ese desorden emocional que es el origen de nuestra incertidumbre, de las brechas que siguen estando ahí. Necesitamos explicar el mundo, ver el sentido y la coherencia de las decisiones políticas, más allá de abrazar el multilateralismo o defender la democracia. Debe haber un sentido que nos haga pertenecer a algo. Es lo que sugiere la protagonista de la fascinante Gambito de dama cuando cuenta por qué le gusta el ajedrez: “Me fijé antes en el tablero que en las piezas. Es un mundo de solo 64 casillas. Me siento segura en él. Puedo controlarlo, dominarlo. Y es predecible”. Nos engañamos intentando atacar cada mentira de Trump con el fact-checking, pues lo que él ofrece es un marco de significado en el que todo encaja: no son las piezas sino el tablero. Es eficaz porque es sencillo y genera códigos de lealtad. Nos sentimos “seguros en él”.

Trump tiene mal perder, pero eso se ajusta al dedillo a su filosofía: América va primero, todo es un juego de fuerza y reconocer al adversario es feminizante. Para alguien que posó junto a un Nigel Farage postrado dentro de un ascensor de oro mientras se presentaba como el guardián del trabajador, la retirada debe ser dura. Pero hay algo de vanidad y apego al poder que infecta a estos egos que ascienden en la política hasta llegar a pensar que el mundo, sin ellos, está perdido, mientras curiosamente se van desconectando de él. Marco Aurelio decía que la fama es como regar una planta de la cual se extrae el veneno que acabará por matarte. Lo vemos con el estruendoso ridículo de Trump, y también con algún político nuestro, ahora convertido en celebrity, regresando del pasado esta semana y creyéndose, por supuesto, su propia y gastada verdad alternativa. @MariamMartinezB

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