Columna

Clasismo en la sangre

La sola imagen de un sindicalista limpiando esta semana la palabra “asesino” del pedestal de la estatua de Largo Caballero en Madrid provoca entre rabia y melancolía

El secretario general de UGT, Pepe Álvarez, participa en la limpieza de la estatua de Francisco Largo Caballero, situada en Nuevos Ministerios, en Madrid (España), el pasado16 de octubre.OSCAR DEL POZO (Europa Press)

La sola imagen de un sindicalista limpiando esta semana la palabra “asesino” del pedestal de la estatua de Largo Caballero en Madrid provoca entre rabia y melancolía. Rabia, porque ese alcalde de Madrid, Almeida, que se granjeó fama de simpaticote y conciliador, está mostrando su verdadero rostro, como así otras personas de su partido a las que tantas veces se halagó la moderación, véase Ana Pastor, y ahora se muestran incapaces de afear las burradas que profieren los de su partido, como acusar al ministro de Sanidad de actuar movido por su odio a Madrid. Han aprendido a hacerlo, por supuesto,...

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La sola imagen de un sindicalista limpiando esta semana la palabra “asesino” del pedestal de la estatua de Largo Caballero en Madrid provoca entre rabia y melancolía. Rabia, porque ese alcalde de Madrid, Almeida, que se granjeó fama de simpaticote y conciliador, está mostrando su verdadero rostro, como así otras personas de su partido a las que tantas veces se halagó la moderación, véase Ana Pastor, y ahora se muestran incapaces de afear las burradas que profieren los de su partido, como acusar al ministro de Sanidad de actuar movido por su odio a Madrid. Han aprendido a hacerlo, por supuesto, usando la primera persona del plural para asegurar que el ministro nos odia (a los madrileños) y que, por eso, nos tiene secuestrados. Como decía aquello de Extremoduro, me estoy quitando, solamente me pongo de vez en cuando. Esa está siendo mi actitud con respecto a la información parlamentaria. Antes de envenenarme, apago la radio. Pero no soy tan rápida y no puedo evitar que se me cuelen frases, por ejemplo, las de una diputada de Vox asegurando que el moño del vicepresidente no puede ocultar la verdadera naturaleza del ¡Coletas! Grandes argumentos políticos. Se trata de un clasismo muy antiguo, muy propio de los señoritos españoles, de aquellos mismos que se reían de las pintas de Alcalá Zamora y su esposa en el 31 entrando al Congreso o de la falta de clase de Lola Rivas Cherif, la mujer de Azaña. Es la advertencia constante al advenedizo, al que no debiera estar donde está porque no goza de suficiente categoría social. Si en algo se equivocó Pablo Iglesias en sus inicios fue en ese señalamiento moral de la célebre “casta”. Imagino que habrá aprendido con la experiencia parlamentaria, habiendo sufrido en sus carnes el acoso y la burla mordaz por haberse entrampado —como si no fuera un derecho constitucional de cualquier ciudadano el entramparse— en la compra de un chalet; tal vez haya entendido que no es un pecado aspirar a vivir mejor y que ha sido, precisamente, la vieja táctica de la derecha española eso de tachar de ridículo o de farsante a quien viniendo de clase trabajadora consigue entrar en el terreno prohibido de las esferas de poder.

De ese clasismo sanguíneo pareció librarse España en los primeros años de la democracia. Si bien no comparto la idealización de aquel tiempo, tampoco unos ataques que no suelen detenerse en aspectos fundamentales. La placa bajo la que esta semana se escribió la palabra “asesino” fue instalada en 1981, promovida por el alcalde Tierno Galván con el consenso de todos los partidos, incluida la UCD. Y es que de 1981 podemos recordar al del tricornio entrando “a punta de pistola” (ay, Ayuso de nuevo) en el Congreso, pero también el aire imbatible de libertad que se defendía y se respiraba, por ejemplo, donde yo comencé a trabajar, en la radio pública. Recuerdo haber dedicado varios programas a mujeres sindicalistas que pagaron con la cárcel su defensa de la República desde las filas comunistas o socialistas. Bajo la UCD y con Fernando Castedo se vivió la mejor época de la radiotelevisión pública. Tal vez la derechita valiente resistía entonces agazapada bajo la mesa camilla, pero lo que puedo asegurar es que no estaba de moda ser franquista ni tampoco había objeción a dedicarle estatuas a Largo Caballero o a Indalecio Prieto, al que, por cierto, el pueblo de Madrid debe la apertura de la Casa de Campo.

El clasismo ha vuelto a desatarse como si todo este tiempo hubiera acechado latente. Los líderes de la derecha pueden posar para una revista de sociedad pero, ay, si se atreve a hacerlo la zarandeada ministra de Igualdad con un vestido de Mango: si se arregla con coquetería se la tilda de ridícula, porque no le corresponde, y si no se preocupa por su aspecto, se concluye que todas las feministas son feas. Clasismo español, ese viejo acelerador del odio.

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