El periodista y los magufantes
Bob Woodward está bajo el fuego por hacer periodismo
Bob Woodward es un periodista como la copa de un pino. Uno de esos que habla con sus fuentes, coteja, une puntos, sigue líneas y deja al lector que saque sus propias conclusiones. Una manera de entender el oficio impermeable al devenir de los cambios tecnológicos y a la evolución de las audiencias en la manera de recibir las noticias. Aunque digan que agua pasada no mueve molino conviene no perder de vista que fue esta manera de trabajar la que hizo que un joven periodista lograra que uno de los hombres más poderosos del planeta tuviera que abandonar su despacho y marcharse a su casa. No lo hi...
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Bob Woodward es un periodista como la copa de un pino. Uno de esos que habla con sus fuentes, coteja, une puntos, sigue líneas y deja al lector que saque sus propias conclusiones. Una manera de entender el oficio impermeable al devenir de los cambios tecnológicos y a la evolución de las audiencias en la manera de recibir las noticias. Aunque digan que agua pasada no mueve molino conviene no perder de vista que fue esta manera de trabajar la que hizo que un joven periodista lograra que uno de los hombres más poderosos del planeta tuviera que abandonar su despacho y marcharse a su casa. No lo hizo solo, le acompañaba otro joven periodista llamado Carl Berstein. Ambos estaban dirigidos por un grandísimo director de periódico llamado Ben Bradlee. Todos ellos fueron respaldados, apoyados y animados por una extraordinaria mujer –perdón por la redundancia— llamada Katharine Graham, quien como editora tuvo que soportar unas presiones inimaginables para lograr que la verdad saliera a la luz. El caso Watergate es el perfecto ejemplo de para qué sirven unos medios libres en una sociedad democrática, de lo que es la confianza de unos jefes en sus subordinados y de la responsabilidad profesional de estos. Si alguno de estos eslabones hubiera fallado, Richard Nixon habría terminado su presidencia tranquilamente y la historia de Estados Unidos, y la del mundo, no habría sido la misma.
Bob Woodward es un periodista que no se ha limitado a vivir de la gloria. Sigue ejerciendo el oficio, aunque el formato haya cambiado. Sus libros tienen, al menos, dos niveles de lectura. Uno consiste en los hechos que relata, el otro en la comprensión de una situación compleja. Dos ejemplos: Las guerras de Obama es un escrito esclarecedor en el sentido literal de la palabra. Sirve tanto para comprender lo que le sucede a un responsable político cuando conoce la realidad de una situación –en este caso la guerra de Afganistán— como para entender, años después, lo que está sucediendo en aquella parte del mundo y la extrema importancia que tiene para todos los demás. En Miedo aporta una visión palmaria de cómo Donald Trump entiende la presidencia de EE UU. En ambos ejemplos, el secreto de su claridad se puede resumir en una sola palabra: fuentes. Se trata de un concepto cada vez más arrinconado en la concepción de la comunicación actual. No es la competencia tecnológica lo que hace a un gran periodista porque esta, en algún momento, se queda obsoleta, pero las fuentes permanecen siempre.
Bob Woodward es un periodista que publica ahora otro libro, Rabia donde vuelve a retratar a la Administración Trump. ¿Y cuál es una de sus principales fuentes? El propio Donald Trump. Lógico. ¿Por qué los presidentes de EE UU conceden entrevistas a Woodward sabiendo que está escribiendo libros y que su imagen puede no salir bien parada? Sin duda habrá razones coyunturales, pero además está la propia personalidad y trayectoria del periodista. Un ethos formado durante mucho tiempo ante el cual el silencio se vuelve más peligroso que el encuentro.
Bob Woodward es un periodista que está siendo atacado por lo que aparece en Rabia. Nada nuevo en el oficio. Pero curiosamente no por su veracidad –que no se discute– sino por el cuándo. Trump le confesó opiniones sobre el coronavirus mientras en público decía lo contrario. Tampoco esto es nuevo. Entre sus atacantes está el propio Trump, en el mejor estilo de matar al mensajero. Pero también hay destacados gurús de la comunicación que han sacado del bolsillo la máquina de expedir carnets de ética. Le acusan de -atención- “ser cómplice de los asesinatos de Trump” y le exijen que devuelva los premios Pulitzer que ha ganado. Venga, barra libre de demagogia. Nadie acusa a estos francotiradores de balcón de, por ejemplo, ser responsables del despido de cientos de periodistas por la aplicación de sus teorías en los medios a los que asesoran. Tampoco nadie les pide que devuelvan los Pulitzer. Porque no los tienen.
Bob Woodward es un periodista que ejerce. Y esto, en los tiempos que corren, no es poco.