Partido de Estado
El PP daña las instituciones públicas al vetar la renovación de sus mandatos
Un partido de Estado en la oposición es aquel que la ejerce —con cuanta dureza convenga— hacia el Gobierno, pero con lealtad hacia este en su condición de principal depositario de la confianza ciudadana. Y sobre todo, al conjunto del entramado institucional.
Los últimos cambios en el Partido Popular —consolidación de su componente moderado desde las elecciones gallegas y el fracaso de su candidato aznarista en el País Vasco; relevo en la portavocía parlamentaria— han redundado en una evolución más pausada del estilo, el lenguaje e incluso la expresión facial de su presidente, Pablo Casa...
Un partido de Estado en la oposición es aquel que la ejerce —con cuanta dureza convenga— hacia el Gobierno, pero con lealtad hacia este en su condición de principal depositario de la confianza ciudadana. Y sobre todo, al conjunto del entramado institucional.
Los últimos cambios en el Partido Popular —consolidación de su componente moderado desde las elecciones gallegas y el fracaso de su candidato aznarista en el País Vasco; relevo en la portavocía parlamentaria— han redundado en una evolución más pausada del estilo, el lenguaje e incluso la expresión facial de su presidente, Pablo Casado. Pero su oferta al país sigue anclada en una perspectiva ajena a lo exigible de un partido serio, susceptible de encarnar una verdadera alternativa al Gobierno.
Resulta incalificable su negativa a todo compromiso para renovar las instituciones cuyos miembros, en todo o en parte, han sobrepasado el plazo de su ejercicio: el Tribunal Constitucional, el Consejo del Poder Judicial, el Consejo de RTVE o el Defensor del Pueblo. Con mandatos caducados, las instituciones infringen su propio imperativo estatutario, su estabilidad evolutiva, su prestigio y eficacia —para algo están las limitaciones temporales a sus miembros— y con él, los del Estado en su conjunto. ¿Puede un partido de Estado favorecer esa degradación obstaculizando por intereses particulares la renovación?
El argumentario empleado para ello es, además, tosco y mendaz. Puede y debe el PP criticar la presencia de un partido radical en el Gobierno: pero esta es constitucional y electoralmente legítima. De modo que no debe ser utilizada como coartada para paralizar la renovación institucional, pues eso supone confundir los distintos planos de necesaria oposición al Ejecutivo e indispensable lealtad al Estado. Más aún cuando la eventual influencia del socio minoritario de la coalición gubernamental en los relevos es muy relativa: los dos grandes partidos, PP y PSOE, siguen disponiendo en ellos de vara alta, por imperativo aritmético, traslación del mandato democrático.
El bloqueo de Casado a la normalidad de las instituciones trasluce ventajismo, pues supone congelar su propio peso principal en casi todas ellas, que deriva de su antigua y ya inexistente mayoría parlamentaria. Renovar cuando a uno le beneficia y paralizar los cambios cuando le conviene menos revela puro y simple sectarismo.
La fragilidad argumental del líder del PP se extiende, pese a su brillantez expositiva, a otros ámbitos. Como el presupuestario, donde es legítima una oposición sin tregua, aunque a un país en brutal recesión —que configura una emergencia nacional—, le convengan más actitudes dialogantes como la de Ciudadanos.
Casado critica que se le pida una actitud negociadora para los Presupuestos, y se queja (con razón) de que no se le ofrezcan datos del mismo. Ante ello, sería más coherente suspender todo juicio hasta conocerlos y analizarlos. Y su pretensión de separar completamente las ayudas de la UE del presupuesto nacional resulta disparatada. Porque el plan de recuperación europeo se vehicula a través del presupuesto comunitario; este nutre directamente a los presupuestos nacionales (salvo en lo relativo a algunos créditos del Banco Europeo de Inversiones); y en general la estructura de los fondos europeos requiere de algún grado de cofinanciación nacional, que debe incorporarse a los Presupuestos de los Estados miembros.