La protesta tiene rostro de mujer
Las mujeres están en primera línea para acabar con la visión retrógrada impuesta en Bielorrusia
Svetlana Alexiévich dedicó La guerra no tiene rostro de mujer —el primer título de su ciclo Voces de la utopía— al destino de las mujeres soviéticas que sirvieron en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, cuyo número ascendió a 800.000. Sobre ese tema solo había libros de “hombres escribiendo sobre hombres”, y sus historias diferían de las que ella había oído contar en la aldea donde creció, cuando se formaban corrillos al atardecer, a las viudas y madres de hijos sacrificados en el conflicto bélico. Sus relatos, en los que no había “héroes ni hazañas increíbles, sino human...
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Svetlana Alexiévich dedicó La guerra no tiene rostro de mujer —el primer título de su ciclo Voces de la utopía— al destino de las mujeres soviéticas que sirvieron en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, cuyo número ascendió a 800.000. Sobre ese tema solo había libros de “hombres escribiendo sobre hombres”, y sus historias diferían de las que ella había oído contar en la aldea donde creció, cuando se formaban corrillos al atardecer, a las viudas y madres de hijos sacrificados en el conflicto bélico. Sus relatos, en los que no había “héroes ni hazañas increíbles, sino humanos involucrados en una tarea inhumana”, cuestionaban las mitologías patrióticas erigidas por los hombres, en las que se silenciaba a la otra mitad. Así se percató de que “todos somos prisioneros de las percepciones y las sensaciones masculinas”. Cuando este libro apareció en 1985, aun con partes censuradas, se convirtió en un acontecimiento revolucionario. Tres décadas después, cuando le otorgaron el Nobel, traduje una conferencia suya impartida en México, en 2003. Tras el derrumbe de la Unión Soviética, la guerra era otra. En Bielorrusia, decía, “no supimos manejar la libertad, y el poder enseguida se configuró en una dictadura”. Lanzaba también un mensaje a los jóvenes: “Las barricadas son una forma anticuada de lucha: hay que buscar nuevas vías para oponer resistencia”.
Tres días después de las últimas elecciones presidenciales en Bielorrusia, de entre todas las imágenes de protesta contra Lukashenko, aparecieron unas que desmontaban con singular fuerza el cliché gubernamental acerca de que los manifestantes, vendidos a intereses extranjeros, eran violentos. Vimos cadenas formadas por mujeres vestidas de blanco que portaban flores. El llamativo contraste entre ellas y los rostros encapuchados de la policía, con su intimidante equipamiento antidisturbios, saltaba a la vista. La iniciativa surgió cuando dos chicas abrieron un canal en Telegram para organizar una “venganza sin armas”. El llamamiento obtuvo una respuesta inmediata, y desde entonces manifestaciones similares se han repetido en pueblos y ciudades aglutinando a un colectivo femenino de todas las edades. La productora audiovisual Nina Vaisman colgó en su cuenta de Instagram un vídeo que ha alcanzado casi cuatro millones de visitas. En el clip, tan sencillo como poderoso, varias decenas de mujeres bielorrusas miran a cámara, orgullosas, mientras una voz en off replica comentarios misóginos de Lukashenko. Durante 26 años el propósito de este último ha sido imponer una sociedad patriarcal con una visión retrógrada de las mujeres que favorece su papel de cuidadoras, su función reproductora y su condición de mero adorno. Cuando un triunvirato de mujeres se midió con él en los comicios, el nostálgico de Stalin, al ridiculizar esa alianza, cometió un grave error de cálculo. Pocos mensajes son más rompedores, aún hoy, que una mujer alzando la voz y asumiendo responsabilidades políticas. Según un estudio dirigido por la politóloga Erica Chenoweth (OEF Research, 2019), en el que se ha analizado la participación activa femenina en 338 campañas de resistencia (a favor del derrocamiento de Gobiernos opresores, por ejemplo) entre 1945 y 2014, se constata que, cuando las mujeres están en primera línea, estas campañas tienden a ser menos violentas, más exitosas a largo plazo y a provocar cambios en la lealtad de las fuerzas de seguridad.
Recientemente, en The New Yorker se publicó un poema de Valzhyna Mort, nacida en Minsk, que habla del pasado de su país en pleno corazón de Europa y su legado: un reguero de tumbas, fosas y pueblos calcinados. Aproximadamente, uno de cada cuatro bielorrusos murió en la Segunda Guerra Mundial, un porcentaje mayor que en cualquier otro lugar. Años antes, la represión soviética ya había cercenado la intelectualidad y la disidencia. Décadas después, tras el accidente de Chernóbil, un tercio del territorio quedó contaminado por la radiactividad. Mort dialoga con la rebelde Antígona, el personaje de la tragedia griega que desoye la ley para rendir unas exequias dignas a su hermano, decisión que la empujará a acabar con su vida. Le pregunto por esos miles de mujeres que, con su presencia en el espacio público, desafían el acoso ejercido por el aparato estatal contra el activismo cívico, acentuado desde 2004 como respuesta a la Revolución Naranja en Ucrania. La represión no se limita a la violencia física o las detenciones. Las autoridades también controlan la educación y el empleo: quien proteste se juega su futuro y sustento. A quien es madre, la amenazan con el Decreto n.º 18 de 2006 —”Sobre las medidas para la protección estatal de los niños en familias disfuncionales”— que permite a las autoridades retirar la tutela de los niños, como denuncia Amnistía Internacional. Mort me comenta: “Ahora todo el mundo ve el compromiso, el coraje y el talento de nuestras mujeres que salen a protestar a diario contra un Gobierno criminal. Las mujeres son narradoras de historias, y eso no es un ejercicio pasivo, sino una memoria activa. La memoria, a diferencia de la historia, no trata de ganadores y perdedores, sino de justicia. Pero, además de observarlas, ¿qué puede hacer el mundo por ellas? ¿Cómo ayudará Europa a Belarús?”.
Marta Rebón es escritora y traductora.