Columna

Vacío para quién

Si queremos cambiar cosas, comencemos por reconocer nuestro privilegio, no sea que confundamos un mundo mejor con un mundo para nosotros

Varias personas disfrutan en una terraza, en Madrid (España).Óscar Cañas (Europa Press)

El hemisferio norte está atravesando su primer verano no aglomerado en décadas. Menos gente viaja, o simplemente sale, y quien lo hace se suele quedar más cerca. Pero hay más tiempo y más espacio, sobre todo en los principales puntos de atracción turística. Para algunos, esto parece ser reflejo de una suerte de “mundo mejor”, un beneficio colateral del virus.

Bueno, pues así es el espacio público cuando solo un grupo de privilegiados puede acceder a él. En este caso: las personas que no entran en los segmentos poblacionales de alto riesgo para el virus, y que además han podido mantener ...

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El hemisferio norte está atravesando su primer verano no aglomerado en décadas. Menos gente viaja, o simplemente sale, y quien lo hace se suele quedar más cerca. Pero hay más tiempo y más espacio, sobre todo en los principales puntos de atracción turística. Para algunos, esto parece ser reflejo de una suerte de “mundo mejor”, un beneficio colateral del virus.

Bueno, pues así es el espacio público cuando solo un grupo de privilegiados puede acceder a él. En este caso: las personas que no entran en los segmentos poblacionales de alto riesgo para el virus, y que además han podido mantener razonablemente sus ingresos sin necesidad de exponerse al contagio día tras día en trabajos que no podían realizarse desde casa. Lo suficiente como para no renunciar a unas vacaciones. Son privilegiados ahora porque lo fueron también desde el principio de la epidemia: pudieron quedarse en viviendas relativamente confortables, que mal que bien disponían de espacio, equipamientos y comprensión en el núcleo familiar para desarrollar una labor que, por su naturaleza, podía reubicarse fuera de una oficina. Además, la comparativamente baja afectación del virus entre estas personas, su acceso a mejor salud a lo largo de su vida, les permitía transitar la ola de contagios con un par de grados menos de preocupación, eligiendo (bajo las normas) cuándo salir y cuándo no. También, por supuesto, dispusieron de más tiempo para “reinventarse”, explorar nuevas actividades, o simplemente descansar durante los confinamientos.

Estos efectos redistributivos son relativamente inevitables. Lo llamativo es que alguien los interprete como un resultado benigno de la epidemia. No: es el mero reflejo de las desigualdades. Cuando paseamos por unas Ramblas menos populosas, cuando encontramos más fácilmente un destino vacacional o sitio en una terraza, ¿es nuestro bienestar momentáneo lo primero en que pensamos? ¿O nos atrevemos a activar la empatía, preguntándonos quién falta, por qué, y qué efectos tiene esa ausencia para las personas que viven de presencias?

Lo deberíamos hacer con la epidemia igual que en otros frentes (¿cambio climático?), en los que tendremos que buscar mecanismos para compensar costes inmediatos entre ciertos segmentos de la población. Si queremos cambiar cosas, comencemos por reconocer nuestro privilegio, no sea que confundamos un mundo mejor con un mundo para nosotros.@jorgegalindo

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